Por Rebeca Jiménez Nidia era una muchacha menuda, de apariencia frágil, con una timidez que la hacía encogerse ligeramente cuando hablaba, como si quisiera ocupar el menor espacio posible en el mundo. Su voz era suave, vacilante, pero sus manos, en contraste, parecían moverse con una seguridad absoluta cuando sostenían un lápiz o un pincel. Tenía un talento natural para el dibujo, para la composición y el manejo del color, una sensibilidad que convertía cualquier hoja en blanco en un espacio vibrante y lleno de significado. Aunque le costaba expresarse con palabras, en el arte encontraba un refugio, un lugar donde su entusiasmo se desbordaba sin miedo ni restricciones. Últimamente contaba los minutos de su casa a la escuela como si fueran los últimos antes de la horca. Diecisiete años y la certeza de que el mundo podía cerrarse sobre ella con la misma facilidad con la que su madre cerraba las ventanas cuando se avecinaba una tormenta. —No puedes ir hasta allá sola —le dijo su padr...