Por Rebeca Jiménez Beatriz solía caminar los diez minutos entre su casa y la escuela en silencio, observando las grietas en las banquetas y las plantas que crecían entre ellas, un trayecto tan monótono como su vida. Desde los quince años, su madre había decidido que Ernesto era el novio perfecto, y con el tiempo, Beatriz había aprendido a apreciarlo como se aprecia un mueble funcional: útil, sin complicaciones, pero sin emoción. Cada mañana, caminaba hacia la preparatoria con una puntualidad tan mecánica que sus pasos parecían grabados en el asfalto, recorriendo calles siempre iguales, con árboles medio desnudos y señoras barriendo las banquetas, indiferentes al pasar de los estudiantes. A sus casi dieciocho años, la vida de Beatriz se sentía atrapada en un eterno "mientras tanto". Ya en la escuela caminaba por los pasillos con l a mochila apretad a contra el pecho, como si con ese gesto pudiera contener el vacío que crecía dentro de ella, mientras el aire olía a humo...