Por Terrornauta
El aire húmedo de lluvia pasada se mezclaba con el olor de fritangas y escape de microbús en el cruce de Eje Central y Doctor Vértiz. Natalia subía las escaleras del metro como quien huye de una sombra. Miraba por encima del hombro, su mochila abrazada al pecho, los audífonos apenas amortiguando el rumor de la ciudad. Desde hacía meses, sentía que la seguían. No solo eso: la acechaban.
Decía que se trataba de Diana. La mujer que había sido la anterior novia de su novio. Todo había comenzado con llamas a su celular de un número desconocido. Pero pronto escaló. Correos anónimos con amenazas veladas, fotografías de su novio, objetos extraños en su mochila: cabellos atados con hilos rojos, clavos oxidados, pequeñas bolsas con tierra oscura. “Brujería”, decía Natalia. “Quiere destruirme”.
Marcos, su mejor amigo, al principio se burlaba. Pero el miedo de Natalia era denso, casi palpable. Algo iba más allá de la paranoia. Su pérdida de peso, las ojeras violetas, la fragilidad en su voz. Entonces, decidió intervenir.
—Voy a escribirle a Diana. Ver si confiesa algo.
—¡No lo hagas!— Natalia reaccionó como si le hubiera dicho que jugaría a la ouija con el Diablo. —Es peligrosa. Te hará daño.
Pero Marcos, con el escepticismo de quien ha crecido entre supersticiones y rezos de abuela, lo hizo. El correo fue directo: “Sé que estás acosando a Natalia. ¿Qué quieres de ella?”.
La respuesta llegó en minutos. “No te metas, tú nos caes bien, debes alejarte de nosotras antes de que te lastimemos, Natalia te oculta cosas, no es quien finge ser. Ella merece lo que le está pasando”.
Marcos dudó. Revisó los correos que Natalia le había enseñado. Todos venían de una misma cuenta. Corroboro la dirección IP. Y entonces llegó la revelación. Los mensajes habían sido enviados desde la computadora de Natalia.
Un frío lacerante recorrió su espina dorsal. Aquel no era un error. Todo estaba saliendo de ella.
Esa noche la visitó. La encontró en su departamento de la Colonia Doctores, rodeada de velas gastadas, fotos rotas y bolsas de hierbas secas. Ojos hundidos, masticando las palabras entre llantos.
—Diana me observa desde los espejos— susurró. —Sabe lo que pienso.
—Natalia... ¿y si tú...— dudó, pero luego se lanzó al vacío— ...eres la que ha estado enviando esos mensajes? ¿Y si todo esto está pasando en tu mente? Natalia lo miró como si lo hubiera golpeado. "¿Estás loco? ¡Ella me está haciendo esto! Diana me está haciendo brujería!" Pero Marcos ya no podía creerle. Había algo en sus ojos, algo oscuro y retorcido, que lo asustó.
Ella se congeló. Los labios temblorosos, las manos crispadas. Luego, gritos. Un estallido de ira y dolor que llenó el cuarto como una marea oscura. Rompió un vaso contra la pared. Pero en medio del frenesí, brotó algo peor que el miedo: alivio. Como si una parte de ella hubiera esperado esa verdad desde el inicio.
Finalmente, Marcos descubrió la verdad. Natalia había estado luchando en silencio contra la presión de la universidad, la soledad, la falta de atención de su novio y sus padres, todo había contribuido a que su mente se fracturara. Diana no existía. Era una proyección de su propia mente, una forma de externalizar el dolor que no podía enfrentar. Los correos, las fotos, las sombras en el espejo... todo era obra de Natalia.
La semana siguiente fue brumosa. Natalia accedió a ir a terapia. El diagnóstico preliminar hablaba de un trastorno de identidad disociativo. Su mente había tejido enemigos invisibles para dar forma a sus ansiedades, sus miedos, su soledad. Pero lo que a Marcos no lo dejaba dormir eran las coincidencias. Aquella noche, al recoger su mochila, encontró un mechón de cabellos atados con hilo rojo, enredado entre sus llaves.
Y la vecina de Natalia juraba que había visto a una mujer alta y delgada merodeando el edificio. Siempre de noche. Siempre con la mirada clavada en la ventana de Natalia.
El límite entre la enfermedad y lo sobrenatural, entre lo real y lo imaginado, era tan delgado como el aire contaminado que se respiraba en esa ciudad monstruo. A veces, Marcos se preguntaba si había salvado a Natalia... o si había abierto una puerta que nunca debió tocar.
Porque hay cosas que crecen en la oscuridad de las mentes jóvenes y rotas. Y a veces, cuando uno cree haberlas superado, es cuando por fin se vuelven reales.
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