Por Rebeca Jiménez Laura ajustó el aro de luz con un gesto casi maternal. La intensidad debía ser exacta: suficiente para disimular las ojeras, pero no tanto como para delatar la palidez que el insomnio le había dejado. En el reflejo de la pantalla, su rostro parecía más terso, más joven. Se sonrió un poco, sin creerlo del todo. Había aprendido a encenderse cada mañana para su público, aunque el cuerpo se negara. “Hola, mis bellas, hoy vamos a hablar del tono perfecto de base para piel latina…”, decía, con voz suave y mirada dirigida al punto exacto de la cámara. En su cuarto de paredes color durazno, cada objeto tenía un propósito: la vela aromática que no encendía, las flores artificiales que nunca se marchitaban, el espejo circular sin huellas, las luces que no permitían sombras. Afuera, el mundo era otro. Las luces frías del celular eran más cálidas que las conversaciones con los hombres que iban y venían, con quienes nunca lograba sostener algo más allá del brillo de unas ...