Por Rebeca Jiménez
Laura ajustó el aro de luz con un gesto casi maternal. La intensidad debía ser exacta: suficiente para disimular las ojeras, pero no tanto como para delatar la palidez que el insomnio le había dejado. En el reflejo de la pantalla, su rostro parecía más terso, más joven. Se sonrió un poco, sin creerlo del todo.
Había aprendido a encenderse cada mañana para su público, aunque el cuerpo se negara. “Hola, mis bellas, hoy vamos a hablar del tono perfecto de base para piel latina…”, decía, con voz suave y mirada dirigida al punto exacto de la cámara. En su cuarto de paredes color durazno, cada objeto tenía un propósito: la vela aromática que no encendía, las flores artificiales que nunca se marchitaban, el espejo circular sin huellas, las luces que no permitían sombras.
Afuera, el mundo era otro. Las luces frías del celular eran más cálidas que las conversaciones con los hombres que iban y venían, con quienes nunca lograba sostener algo más allá del brillo de unas semanas. Ellos la admiraban en la pantalla, pero en persona parecían decepcionarse: sin el filtro, sin el ángulo preciso, sin la sonrisa constante. Uno le dijo una vez, riendo, que hablaba igual que en sus videos, “como si me quisieras vender algo”. No lo volvió a ver.
A los treinta y tres años, Laura se había convertido en una mujer disciplinada en la apariencia y descuidada en la vida. Sabía modular la voz, elegir la ropa adecuada, controlar el temblor de la mano al delinear los labios. Pero fuera de cámara, su reflejo se le antojaba ajeno, como si mirara a otra mujer: alguien que aún buscaba ser mirada.
La noche la encontraba siempre frente al celular, revisando comentarios, likes, números que parecían medir su valor. “Eres hermosa”, “me inspiras”, “quiero ser como tú”. Sonreía ante esas frases, aunque sabía que no hablaban de ella, sino de una versión retocada, editada, cuidadosamente inventada.
Una vez, quiso hacer un video distinto. Hablar sin maquillaje, sin luces, solo ella. Grabó durante varios minutos, pero al mirarse no soportó la crudeza de su rostro. Lo borró. Nadie debía verla así: sin la ilusión de perfección, sin esa falsa serenidad que tanto trabajo le había costado construir.
A veces pensaba en su madre, que nunca entendió su oficio. “¿Y te pagan por pintarte?”, le había dicho con un dejo de burla, antes de morir. Laura nunca se lo explicó bien. Quizá porque ni ella lo entendía del todo.
Cuando terminó su transmisión esa noche, apagó el aro de luz. El cuarto se llenó de sombras. Por primera vez en mucho tiempo, se miró en el espejo oscuro y no se reconoció. Le pareció que algo dentro de sí se había ido borrando, lentamente, como un maquillaje al final del día.
Entonces comprendió, con una punzada fría, certera, que toda su vida había sido una transmisión en vivo: un intento constante de verse bien para no sentirse mal.
Y en ese instante, con la pantalla apagada y el silencio rodeándola, Laura sintió una ternura profunda por esa mujer que fingía felicidad para sobrevivir al vacío. La tocó con la yema de los dedos, como si pudiera consolarla, pero su reflejo no respondió.
Solo quedó el brillo residual del aro de luz, aún reflejado en el vidrio, como una aureola imperfecta que se extinguía poco a poco.
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