Por Rebeca Jiménez El camión avanzaba por la avenida con la paciencia mecánica de las cosas que ya no sienten. Eran las 10:43 de la mañana, un lunes de primavera con olor a metal caliente y sueño sin resolver. En el asiento doble, justo antes del final del RTP, iban sentadas Mariana y Diana. Esta última con los audífonos puestos —pero sin música—, mirando por la ventana como si esperara algo más que un semáforo en verde. Mariana, con las manos cruzadas sobre la mochila, el ceño apenas fruncido, mirando sus rodillas. Llevaban cuatro años juntas, casi cinco. No pasaban de los veinticinco, pero el silencio entre ellas tenía la edad de un matrimonio viejo. Nadie discutía. No había gritos ni portazos ni escenas. Solo una desgana invisible que se deslizaba entre sus cuerpos como una corriente fría. Diana se movía medio centímetro para no rozarle el muslo. Mariana evitaba, sin esfuerzo, que sus codos se encontraran. Lo más terrible era eso: la naturalidad con la que se hacían a un lado. ...