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EL TEXTO INVITADO: Los duraznos.



Por Félix Ayurnamat

La tarde era larga, como todas en San Gregorio. El sol caía lento sobre los techos resquebrajados. Carmen caminaba descalza por el patio de la casa vieja, tanteando con los pies la tierra caliente, los pedacitos de vidrio que nadie recogió nunca, los duraznos secos.

—Nomás no los pises, niña —le había dicho su abuela alguna vez—, traen moscas de los muertos.

Pero la abuela ya no hablaba. Ni ella ni su madre ni nadie en esa casa. Solo quedaban las voces que a veces se colaban por el corral, en la hora en que todo crujía como hueso viejo.

Ana recogió un durazno arrugado, lo giró en la palma. Le olía a tierra y a sol. Cerró los ojos y allí estaba él.

—¿Vas a venir mañana? —le había preguntado Marcos, una tarde igual que esta, en este mismo patio. Tenía tierra en las uñas y una cicatriz delgada en el cuello.
—No sé.
Te espero. Vámonos de aquí.

Nunca supo a dónde. Nunca volvió a verlo. Al día siguiente, los hombres del pueblo anduvieron diciendo que lo hallaron río abajo, entre las ramas y la basura. Pero nadie enseñó el cuerpo. Nadie le dijo la palabra completa.

El durazno rodó de su mano, despacito, hasta chocar contra el tronco torcido del árbol de donde había caído. Ana lo miró un rato largo. Los árboles, al fondo, murmuraban cosas viejas. Como si la abuela todavía rezara desde la cocina. Como si Marcos silbara detrás del aljibe.

—Los muchachos de ahora no sirven pa' nada —había dicho el tío Teófilo el día del velorio frente a la caja—. Nomás se van, se pierden, se pudren.

Carmen se sentó en el columpio. Crujió la cuerda gastada. El mundo olía a polvo dormido.

Pensó en irse también. Seguir las vías del tren que nunca pasaba. Pero algo la detenía. Tal vez el peso de las palabras que nunca se dijeron. O el eco de esa voz que a veces susurraba su nombre desde el corral, muy bajito, justo antes de dormirse.

El viento trajo de lejos un canto roto, como de feria vieja. Carmen se balanceó despacito, sin fuerza, mientras el sol se deshacía en la tierra reseca.

Detrás de ella, en la cocina, crujieron las losas. Alguien arrastró los pies.
—No lo esperes, niña —dijo una voz. O creyó oírla.
Ana no respondió. Se quedó columpiando, viendo cómo el cielo se volvía gris de polvo.

El durazno, a su lado, empezó a pudrirse en silencio.

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