Por Rebeca Jiménez El ventilador giraba lento, arrastrando el aire caliente de la tarde sin lograr refrescarlo. Mayra estaba tendida en el piso de loseta del departamento, en el pequeño espacio que quedaba libre entre el sillón y la mesa de plástico, como si buscara estar lo más cerca posible de la tierra. Afuera, el ruido de la calle parecía disolverse bajo la densidad del verano: el pregón d e el del fierro viejo , el ladrido de un perro, los cláxones, todo sonaba lejano, cubierto por una especie de cortina espesa. Manuel había dejado de existir para ella hace semanas. O al menos eso se repetía. No porque no lo recordara, sino porque el calor le ayudaba a olvidar: a derretir las imágenes de él en la cocina, en la cama, en la azotea cuando fumaba al amanecer. Se había ido con su mejor amiga, eso la hería todavía más que la traición, pero en días así el dolor se volvía perezoso, se deshacía como sudor en la piel. Se incorporó despacio, bebió agua tibia directo de la botella ...