Por Terrornauta
(Relato de Rocío, experiencia que vivió a los 8 años, en 1996)
Yo tenía ocho años cuando nos mudamos al edificio nuevo de la calle Serapio Rendón. Era 1996. Mi papá decía que por fin tendríamos una casa “propia”, aunque en realidad era un departamento prestado por un amigo suyo. Segundo piso, vista a la jacaranda, paredes blancas y una cocina angosta. A mí me gustaba. Todo parecía limpio y moderno, como los comerciales de la tele.
Los primeros días no pasó nada. Pero la tercera noche, empecé a oír algo raro. Como un golpecito suave en la pared junto a mi cama. Toc, toc, toc. Pensé que era la tubería. Pero luego oí risas. Risas de niños. Muy bajitas. Como si vinieran del otro lado del muro.
Le dije a mi mamá. Me dijo que eran los vecinos. Pero no teníamos vecinos aún. Ese departamento seguía vacío.
Las risas siguieron. Y luego, los dibujos.
Una mañana desperté y había una figura pintada con gis en la pared. Un muñequito chiquito, con brazos largos y cara redonda. Yo no lo había hecho. Lo borramos. Al día siguiente, había otro, en el clóset. Mi papá me regañó. Dijo que no debía mentir. Que era muy grande para tener amigos imaginarios.
Pero no eran imaginarios. Uno de ellos me habló.
Se llamaba Coco. Me decía cosas bonitas. Que le gustaba mi peinado. Que jugara con él. Que si le daba un juguete mío, me daría uno de él. Le regalé una muñeca chiquita. Al día siguiente apareció una piedra pintada con ojos y una sonrisa.
Después vinieron más. Nunca los veía claramente. Eran sombras rápidas. Se escondían en el baño, debajo del sillón, detrás de las cortinas. Me dejaban piedritas, ramitas, y una vez, un diente humano. Pensé que era de leche, pero era grande. Como de adulto.
Mi papá decía que era una fase. Que veía muchas caricaturas. Mi mamá empezó a dormir conmigo porque yo lloraba en las madrugadas. Decía que oía pasos, y ella solo me abrazaba y rezaba. Pero ella también despertaba con los ojos hinchados. Como si hubiera llorado en sueños.
Una vez le conté a la señora Maruca, la vecina de 4. Me dijo que antes, mucho antes, ahí había una casa vieja. Que su abuelita contaba que se oían risas de niños incluso cuando ya no vivía nadie ahí. Me dio una pulsera con un ojo de vidrio. Me dijo que la usara siempre. Pero Coco se enojó.
Esa noche, apareció un rayón en mi puerta que decía:
“No queremos que crezcas.”
Después de eso, dejé de oírlos. Pero mis juguetes empezaron a romperse solos. Mis libros amanecían con hojas arrancadas. Y yo… yo ya no quería estar en casa. Tenía miedo. Aunque nadie me creyó.
Nos fuimos de ese departamento dos años después. Mi papá consiguió otro en Azcapotzalco. Ahí todo estuvo en silencio.
Ahora tengo treinta y pico. Y hace poco pasé por la calle Serapio Rendón. El edificio sigue ahí. Igualito. Y juro que, cuando me detuve frente a él… sentí que alguien me miraba desde el muro.
Un niño. Pequeñito. Sucio. Con una piedra en la mano.
Me sonrió.
Y escuché, muy bajito, detrás de mí:
“¿Todavía quieres crecer?”
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