Por Rebeca Jiménez Cada amanecer, antes de que la ciudad recuerde quién es, el sol se alza sobre los cerros y posa su mirada antigua sobre la vasta extensión humana que respira y se duele bajo él. No tiene párpados, no sabe cerrar los ojos. Por eso carga con el privilegio o la condena de verlo todo. Desde su altura, el sol observa la Ciudad de México como si fuera un organismo que se debate entre lo ideal y lo mundano. A veces la contempla con cierta ternura, como quien mira a un hijo que insiste en repetir los mismos errores; otras, la mira con un cansancio que roza la desesperanza. Apenas despierta la mañana y ya advierte, en un departamento de Iztacalco, a una mujer de cuarenta años que se viste lentamente frente al espejo. Cecilia lleva las manos temblorosas. Está a punto de tomar una decisión que fingió posponer por meses: dejar al hombre con el que vive desde hace una década. Él duerme todavía, boca arriba, confiado. El sol ilumina el borde de la cama, y por un instant...