Por TPS
Había una vez una joven convencida de poseer un talento excepcional: la mentira creativa. No una mentira estratégica, útil o ingeniosa, esas las inventa cualquiera, sino una mentira compulsiva, absurda, tan descaradamente falsa que solo podía compararse con las excusas de un político atrapado con la mano en la movida.
Cada vez que se equivocaba, hacía trampa o directamente robaba, soltaba un pretexto tan risible que merecía premio. Si se comía el almuerzo de otra persona de la oficina, aseguraba que un duende vegano se lo había pedido “por la paz del universo”. Si llegaba tarde, decía que la habían secuestrado unos mimos itinerantes. Cuando la cacharon copiando en un examen, explico al maestro que “una entidad astral” le había dictado las respuestas por telepatía.
Y, por supuesto, creía que todos le compraban la historia.
La realidad, sin embargo, era más sencilla y más cruel: nadie le creía nada.
Pero nadie la confrontaba, porque todos estaban demasiado ocupados, aburridos o divertidos para hacerlo. Al final, escuchar sus excusas ya era parte del entretenimiento semanal; una especie de espectáculo involuntario donde la entrada era gratuita y el guion cambiaba según la magnitud de su último desastre.
Lo que la joven jamás notó fue que, en silencio, las puertas empezaron a cerrarse.
No la invitaban a proyectos, no la recomendaban para nada, no le confiaban tareas importantes y, cuando se acercaba demasiado, la gente cambiaba de conversación como quien esconde la cartera.
Ella, satisfecha, pensaba que era por respeto.
Los demás sabían que era por precaución.
Un día, la joven intentó conseguir un nuevo trabajo. Sentada frente al entrevistador, comenzó a explicar por qué la habían despedido de su empleo anterior:
Fue por un complot —dijo muy seria—. La fotocopiadora estaba poseída y me culparon a mí.
El entrevistador la miró en silencio durante unos segundos que parecieron años.
Luego cerro el folder con su currículum con una sonrisa triste, como quien pone la última pala de tierra en un hoyo recién cavado.
La joven salió convencida de que había impresionado al reclutador con su ingenio.
Los demás sabían que simplemente había terminado de enterrarse sola.
Moraleja:
Quien vive inventando historias para escapar de la verdad acaba atrapado en el único relato que no quería protagonizar: el de su propio fracaso.
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