Por Rebeca Jiménez Sandra aprendió temprano que el afecto era una moneda útil. No creía en la pureza de los sentimientos ni en la gratuidad de los gestos: desde que tuvo edad suficiente para salir al mundo, entendió que cada sonrisa, cada promesa velada de afecto, podía intercambiarse por algo más tangible. Un favor, una tarea terminada, un café pagado, un negocio improvisado que alguien abriría con tal de no perder su atención. A sus veintiún años, su vida era una hilera de transacciones invisibles. Su amor, su simpatía, su tiempo: todo podía ser negociado. El rostro dulce, los gestos estudiadamente torpes, la vulnerabilidad fingida. Era fácil, al principio. Siempre había alguien dispuesto a darle lo que pedía a cambio de sentirse elegido, especial, dueño siquiera por un instante de esa cercanía fabricada. Pero el tiempo es un juez silencioso y cruel. Primero fueron los compañeros de universidad, luego los socios pequeños, los hombres mayores que veían en ella una promesa de vita...