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Capitán. FA. 2025 |
Por Terrornauta
Afuera, la Ciudad de México crepitaba como un animal herido bajo la noche, con su cielo saturado de humo y luces. Pero en el fondo de un edificio agrietado, donde la humedad formaba mapas de podredumbre en las paredes, Mara resistía, sola como una grieta entre dos piedras olvidadas.
No era odio lo que sentía hacia los otros. Era un cansancio primitivo, viscoso, que le marchitaba la lengua antes de emitir un saludo, que le carcomía los ojos cuando miraba rostros ajenos. Había hecho de su soledad un abrigo mugriento, una isla de trapo y polvo. Y en esa isla, sus únicos habitantes eran muñecos de peluche, cada uno tan roto como ella.
Había algo malsano en su amor por ellos. Los acariciaba, los alimentaba con migajas de ternura marchita. Les susurraba secretos que ya nadie en la ciudad le pedía. "Bonifacio", el conejo de orejas chamuscadas. "Capitán", el oso de un solo ojo. "Clarita", el elefante que parecía siempre al borde de la lágrima.
Eran su ejército contra el vacío.
Hasta que, una noche en que la ciudad sudaba una llovizna grasienta y la electricidad chisporroteaba, Mara dijo, casi sin voz:
—Háblenme. Por favor.
La oscuridad, espesa como sangre vieja, pareció asentir.
Primero fueron susurros. Voces minúsculas que se deslizaban bajo la puerta, entre las grietas del piso. Luego, carcajadas cortadas, chirridos que no venían de los autos, ni del viento. Al tercer día, Bonifacio se arrastró por su cama, su sonrisa estirándose en una mueca cruel.
—No nos gustas —le dijo en un tono que era más pensamiento que sonido.
La voz del peluche era como la de alguien enterrado vivo: llena de tierra, de humedad, de hambre.
Mara quiso huir, pero sus pies se pegaron al suelo. El Capitán trepó por su tobillo. Clarita soltó un chillido agudo, rompiendo la quietud con un dolor imposible. La estaban juzgando, ella lo sabía. La estaban pesando en una balanza secreta.
—Eres hueca —le reprochó el oso.
—Eres veneno —escupió la elefanta.
—Tú nos hiciste así —sentenció el conejo, con una voz que ya no era del todo suya.
Mara entendió, entonces, con un terror que le partió el alma: los había manchado con su soledad, les había insuflado su amargura como quien alimenta a un monstruo. No eran peluches. No eran sueños. Eran algo más viejo que ella, algo anterior a la ciudad misma, algo que dormitaba en los rincones abandonados, esperando un corazón lo bastante roto para filtrarse.
Durante días, o tal vez semanas, el tiempo dejó de existir en su departamento. La luz de la calle apenas se atrevía a colarse por las cortinas sucias. El aire se volvió espeso, aceitoso. Mara apenas comía, apenas dormía. Solo los oía: los reproches, los lamentos, los juramentos.
Una tarde gris, cuando la ciudad parecía ahogarse en su propio humo, alguien tocó su puerta. Era la vecina.
—¿Todo bien, niña? —preguntó, nerviosa.
Mara no respondió. Solo abrazó a sus peluches y se dejó caer, hundida en una marea de tela y odio.
Días después, la policía forzó la entrada. No encontraron a Mara. No encontraron su cuerpo. Solo el departamento vacío, saturado de un olor rancio, como de encierro y carne mojada. Sobre el sillón, en perfecta formación, estaban Bonifacio, Capitán y Clarita.
Sonreían. Y en cada uno, bordada en hilos negros como gusanos, una palabra:
"Compañía."
Afuera, el cielo de la ciudad goteaba cenizas. Y si uno prestaba oído, muy, muy atento, podría escuchar, entre el rugido lejano del tráfico, los susurros de Mara, perdida entre sus propios monstruos.
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