Querido Félix, ¿Sabes lo que más me gusta de noviembre? Que la gente, por una vez en el año, se toma el tiempo de recordar que la muerte está ahí, esperando, paciente, con su té de tila y su periódico, mientras observa cómo seguimos con nuestras vidas llenas de reuniones innecesarias y disfraces de Halloween de mal gusto. Ah, pero el Día de Muertos, Félix, es otra cosa. Es de las pocas festividades que realmente disfruto, la única que no me hace querer cometer multihomicidio con una engrapadora en la oficina. Bueno, casi. Poner la ofrenda es, honestamente, uno de esos raros momentos en los que no me siento como un desastre emocional. Coloco las velas, el papel picado, las flores de cempasúchil, y por unos segundos, me siento en paz. Como si todo tuviera sentido. Claro, eso dura poco, porque al minuto siguiente ya estoy maldiciendo porque no encuentro la foto del abuelo. Pero esa calma efímera es un milagro en sí. ¿Te imaginas? Yo, la que encuentra todo lo humano abrumador, ponién...