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RUMORES: El olvido

Félix Ayurnamat. 2024

Por Terrornauta

El humo de las fábricas se mezclaba con la niebla sobre las colinas, cubriendo la ciudad en una bruma que los habitantes apenas notaban. Era un lugar donde la gente aprendía a desviar la mirada de las cosas incómodas y a callar cuando alguien desaparecía. Sabían que quienes se perdían eran tomados por La Compañía, una asociación criminal que se hacía rica a través de la trata de personas. En el centro de ese oscuro imperio estaba Víctor Beltrán, un hombre cuya ambición era tan inquebrantable como la oscuridad de su mirada.


Esa noche del 25 de octubre, la ciudad empezaba a cubrirse, con cempasúchil, velas y papel picado en honor al Día de Muertos, pero en los callejones oscuros, el espíritu de celebración parecía menguar, como si las sombras también estuvieran de luto.


Beltrán, ese empresario al que muchos temían y pocos respetaban, conducía por la ciudad con un aire de arrogancia despreocupada. Era un hombre cuya ambición no conocía límites. Conocía a la perfección el precio de cada persona que cruzaba su camino, especialmente a aquellos que podían ser usados, los que la vida había marginado y él sabía cómo capitalizar. Esa noche de noviembre, mientras las familias preparaban ofrendas para sus seres queridos, Beltrán iba de regreso a casa, con su portafolios lleno de sobres y contratos que representaban otra tanda de vidas compradas, otra pieza en su macabro juego de poder.


Al abrir la puerta de su despacho, encontró un sobre negro sobre su escritorio, un pequeño rectángulo de papel grueso, como un aviso de ultratumba. “Todo lo que desapareces, vuelve a ti,” decía en tinta roja. Era una frase que resonaba con un eco inquietante, que parecía colarse en el aire cargado de incienso y polvo. Aunque intentó convencerse de que no era más que una broma, algo en su interior, enterrado tan profundamente como las víctimas de sus negocios, temblaba.


Beltrán dejó caer la nota, un temblor que él mismo no entendía recorriéndole las manos. Aun así, desechó el asunto y se rió de su propia inquietud. Al día siguiente, había olvidado el mensaje… hasta que comenzaron los sueños.

En la primera noche, soñó con un lugar oscuro y claustrofóbico, como el interior de una cueva. Podía escuchar voces, cientos de ellas, pero ninguna tenía rostro ni forma. Era solo una sinfonía de gritos, de súplicas y lamentos, todos arrastrados por una corriente invisible que lo empujaba hacia adelante. Beltrán despertó empapado en sudor, con el eco de aquellas voces aún zumbándole en los oídos.

Con los días, las visiones empeoraron. Ya no solo eran sueños. Caminando por la ciudad, empezaba a ver sombras al borde de su visión, figuras de ojos vacíos que parecían observarlo, sin mover un solo músculo, pero mirándolo de una manera que lo hacía sentir expuesto. Empezó a recordar sus rostros, como si los hubiera visto antes. Quizás en archivos, quizás en fotografías policiales. Gente desaparecida, personas a quienes él mismo había condenado al olvido.

Beltrán trató de ignorarlo, atribuyéndolo a su cansancio, a la falta de sueño, pero las figuras se acercaban cada vez más. Una noche, al llegar a su apartamento, encontró a una de esas sombras esperando en su sala. Era una mujer joven, de ojos opacos, con una expresión congelada entre el miedo y el dolor. La había visto antes; estaba en la lista de "casos resueltos". Él mismo la había entregado a su destino meses atrás.

"¿Qué quieres de mí?", murmuró, la voz apenas un susurro. Pero la figura no respondió. En cambio, se desvaneció lentamente, dejándolo solo con su miedo.

Los días siguientes fueron un descenso en espiral. Cada noche, su apartamento se llenaba de esas sombras, y cada una lo miraba sin pronunciar palabra, sus ojos vacíos como abismos. Era como si el infierno hubiera encontrado un lugar en su casa. Pronto, no pudo dormir, ni descansar, ni siquiera sentir el control que alguna vez había tenido. Apenas podía distinguir la realidad de la pesadilla.

Esa madrugada del 2 de noviembre, en pleno Día de los Muertos, se encontró caminando hacia el panteón del barrio viejo, aunque no sabía cómo había llegado allí. El olor a cempasúchil y tierra removida se mezclaba con el incienso de las ofrendas de la gente. Las lápidas y las tumbas parecían observarlo desde la penumbra, y aunque se encontraba completamente solo, sentía un peso, una presencia constante a sus espaldas.


Al llegar al centro del panteón, se encontró con una figura encorvada, envuelta en una manta negra. Era imposible distinguir su rostro, pero sus manos estaban huesudas, como si pertenecieran a alguien que llevaba siglos bajo tierra. Al levantar la vista, el aire alrededor de él pareció detenerse, y su cuerpo entero se tensó. A su alrededor, las sombras de aquellos a quienes había desaparecido lo rodeaban, con miradas frías y fijas, cada una reclamando algo que él no podía devolverles.


"¿Qué… qué quieren de mí?", susurró, sintiendo un temblor inusual en su voz.


La figura encorvada señaló el suelo bajo sus pies, y Beltrán lo miró: era un pozo profundo y negro, rodeado de huesos. El agujero parecía más una boca devoradora, un abismo que lo llamaba con susurros de olvido y sufrimiento.


“Es tu turno,” murmuró la figura, y las sombras comenzaron a avanzar, sus rostros, antes vagos y desconocidos, ahora tomaban forma. Reconocía a cada uno: hombres, mujeres, niños, aquellos que él había desaparecido. Todos lo observaban en silencio, sin un asomo de perdón en sus miradas.


Quiso retroceder, pero no pudo. Sintió un peso en los hombros que lo empujaba hacia el borde del pozo. Los ojos de las sombras eran vacíos, pero en su silencio había una demanda irrevocable, una justicia tan ancestral como el Día de Muertos mismo. Dio un paso, otro, y pronto sintió que la tierra cedía bajo sus pies, arrastrándolo al abismo. Intentó gritar, pero el eco de su voz se apagó en el vacío, como si el mismo olvido devorara cada intento de resistirse.


Mientras caía, supo que no habría descanso. El dolor y la oscuridad se mezclaban, y en el fondo del abismo, sintió el mismo olvido al que él había condenado a otros. No había paz, solo una interminable condena, una eternidad de oscuridad y sufrimiento que se apretaba a su piel como las raíces del cementerio sobre su cuerpo. Era un lugar sin memoria, sin esperanza, donde el tiempo no avanzaba, donde el eco de sus propias maldades lo alcanzaba en cada esquina.


A la mañana siguiente, la ciudad despertó. Los noticiarios hablaron de un empresario poderoso que había desaparecido sin dejar rastro, uno más en la larga lista de desaparecidos que nadie volvería a ver.

La Compañía siguió existiendo, y los rumores de su poder siguieron recorriendo las calles, pero las sombras sabían la verdad: en algún rincón del olvido, Beltrán seguía cayendo, condenado a la oscuridad y al dolor eterno, como todos aquellos que alguna vez desaparecieron por su ambición.

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