Por Rebeca Jiménez A los once años, Paty decidió que el mundo le debía algo. No sabía exactamente qué, pero lo presentía con la fiereza infantil con la que se intuyen las pérdidas aún antes de sufrirlas. Tal vez fue esa tarde en que su madre la obligó a usar un vestido rosa con olanes que odiaba, o el día en que su padre prefirió irse a jugar dominó que escuchar sus quejas del colegio. Desde entonces, en lo más hondo de su alma, Paty se atrincheró. Creció como se crecen las plantas a la sombra: torcidas hacia lo que no llega. Su adolescencia fue un inventario de desdenes: no bailó en las fiestas, no aceptó a los chicos que la buscaron con torpeza sincera, no perdonó a su hermana por ser más bonita ni a su mejor amiga por enamorarse antes. Nada era suficiente. Nada merecía su alegría. El mundo estaba mal, y ella era su testigo incorruptible. A los treinta, se casó con un hombre que consideraba inferior a ella, porque todos lo eran. Lo eligió con cálculo, como quien escoge un abrigo para...