Por TPS
Había una vez un expresidente de nombre glorioso pero memoria corta, don Efraín de la Cruz del Progreso. Durante su reinado —que oficialmente duró seis años pero cuyos efectos aún se estudian en laboratorios de toxicología política—, don Efraín logró hazañas tan notables como endeudar al país por 6 generaciones, transformar deudas privadas en públicas con la gracia de un timador de “donde quedo la bolita”, y garantizar que los pobres siguieran siendo pobres… pero ahora con una sonrisa, porque les prometía transición democrática.
Un día soleado, y a falta de enemigos externos, don Efraín disolvió la Suprema Corte de Justicia porque, según dijo, “la justicia debe fluir como el río: sin piedras que estorben ni magistrados que pregunten”.
Durante su mandato, la oposición desapareció. Literalmente. Algunos se desvanecieron en cheques millonarios que les depositaron, otros en carreteras solitarias. Pero Efraín, siempre elegante, decía que eso era culpa de la deshidratación democrática.
Pasaron los años. El pueblo, más endeudado que nunca, aprendió a comer sopa de esperanza y a beber licuados de resignación. Don Efraín se retiró a una mansión en las costas de algún paraíso fiscal, donde se dedicó a jugar golf con empresarios y a escribir sus memorias tituladas: “Cómo salvar un país desde el abismo que yo cavé”.
Pero, como toda pesadilla, un día regresó.
Volvió, ahora con el cabello plateado, los zapatos relucientes, y una voz que exudaba autoridad moral reciclada. Ofrecía entrevistas en prime time, escribía columnas en revistas importantes y daba charlas magistrales sobre democracia.
—¡El nuevo gobierno atenta contra nuestras libertades! —vociferaba con la indignación de quien jamás leyó la Constitución, pero sí se la limpió los zapatos con ella.
—¡Está destruyendo los contrapesos! —gritaba el hombre que los había disuelto en licuadora de poder.
—¡Debemos defender la democracia! —decía con el pecho inflado, como si no tuviera aún la sangre fría de quienes no volvieron tras enfrentarse a sus reformas.
Los medios, siempre agradecidos por los cheques que les dio en sus épocas doradas, le daban espacio y lo trataban como oráculo. Mientras tanto, el pueblo, con una mezcla de náusea e ironía, lo escuchaba como quien oye a un carnicero dando clases de veganismo.
Y aunque el tiempo le había regalado muchas canas, su cinismo seguía tan joven y lozano como en sus mejores días.
Moraleja:
Hay quienes creen que el pasado se borra con palabras bonitas, pero olvidan que el hedor de la traición siempre termina saliendo… aunque sea por la boca.
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