Por Terrornauta
El despertador suena a las 5:30 am.
Ana lo apaga sin pensar. Su cuerpo actúa antes que ella, como si los huesos hubieran aprendido la rutina por separado. Se baña con agua tibia que huele ligeramente a óxido. Se maquilla con movimientos automáticos. Toma el camión cuando aún hay niebla entre los puestos cerrados y el eco de la madrugada se arrastra como un animal cansado por las calles de Tláhuac.
En el vagón del Metro va parada. Siempre va parada. Afuera pasan estaciones que ya no distingue. Su vida se ha vuelto una marcha sin fin entre torniquetes, escaleras eléctricas y semáforos que nunca están en verde.
Trabaja en un edificio de concreto gris, con cristales polarizados como ojos sin alma. “Grupo Soluciones Integrales S.A. de C.V.” dice el letrero cromado, como si eso fuera decir algo. Ana es “asistente administrativa de procesos internos”. Nadie sabe exactamente qué hace, pero todos esperan sus reportes.
Y ella los entrega. Cada lunes. Sin falta. Porque si falla, algo—una sombra, una voz sin cuerpo—le roza la nuca.
Desde hace semanas, Ana ha notado que su cuerpo se siente más liviano. No en un sentido agradable. Es más bien como si se estuviera despegando de sí misma. Como si algo dentro comenzara a aflojarse.
El café ya no le sabe. El almuerzo le sabe a papel. A veces, mientras revisa las hojas de cálculo, se queda mirando el monitor y el tiempo se disuelve: horas enteras pasan sin que lo note, como si alguien más—algo más—ocupase su lugar.
Una noche, después de enviar un informe que no recuerda haber escrito, bajó al baño. La oficina estaba en penumbras. Las luces del pasillo parpadeaban con una intermitencia que parecía rítmica, casi viva. Al pasar frente a Recursos Humanos, escuchó murmullos. Se detuvo. No había nadie dentro. Solo pilas de currículums sin rostro, impresos en papeles que susurraban cosas en voz baja.
Se miró en el espejo del baño. Sus ojos estaban hundidos, su piel comenzaba a tomar un color amarillento, grisáceo. Pero lo que la aterró no fue eso. Fue ver, por primera vez, que su reflejo parpadeaba con un segundo de retraso.
Al día siguiente, preguntó por el nombre de la chica que se sentaba antes junto a ella: Mariana. Todos dijeron que ahí nunca había trabajado nadie con ese nombre. Lo mismo pasó con otros nombres, otras sillas vacías que alguna vez estuvieron ocupadas. Ana recordó las caras. Las voces. ¿O se las había inventado?
¿Qué se había inventado y qué no?
Empezó a quedarse dormida sentada. No por agotamiento, sino porque el cuerpo ya no obedecía. Soñaba con pasillos sin fin, con archivos que se multiplicaban solos, con voces que le dictaban tareas desde los respiraderos del techo.
Un día despertó frente a su computadora con un archivo abierto que decía, solo en mayúsculas:
“USTED ESTÁ EN PROCESO DE INTEGRACIÓN.”
Ya no soñaba. Ni dormía. Ni comía. Solo estaba ahí.
Como el mobiliario.
Nadie notó su transformación. Al contrario, su jefa la felicitó:
—Veo que estás más comprometida, Ana. Me gusta esa actitud. Ya casi formas parte del equipo.
Esa noche, Ana fue la última en salir. O eso creyó. Porque al recorrer los pasillos, vio figuras sentadas frente a escritorios apagados. Inmóviles. Sus ojos eran luces LED encendidas en mitad del rostro. Murmuraban entre ellos, en un idioma antiguo, mecánico, como impresoras rezando.
Ana quiso gritar, pero no pudo. Solo caminó hacia el elevador, que nunca llegó.
Porque ya no tenía a dónde ir.
Hoy, si visitas el piso siete de Grupo Soluciones Integrales, verás una chica de cabello castaño, flaca como una sombra, sentada siempre en la misma silla. Nadie recuerda haberla contratado. Tampoco tiene número de empleado. Pero ahí está. Puntual. Enviando informes sin errores.
Si la ves de cerca, notarás que sus dedos ya no son dedos. Son teclas, pequeñas, grises, con letras deslavadas. Sus ojos titilan. Sus labios murmuran fórmulas que nadie comprende.
Nadie pregunta por ella.
Nadie la despide.
Nadie se atreve.
Porque en esta ciudad, donde todos trabajan para pagar por seguir trabajando, Ana no es una excepción.
Es solo una advertencia.
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