Por Luis B.
En la quietud de su apartamento, bajo la luz cansada de un atardecer filtrado por vidrios opacos, Elías conectó su terminal al Mundo Prisma, el servicio más popular de interacciones virtuales.
El visor se ajustó sobre su rostro como una segunda piel, y de inmediato sintió el leve cosquilleo en las sienes, la puerta vibrante entre su mente y esa otra vida construida a medida.
Allí, esperándolo en el parque de siempre, estaba Rocío.
Cabello rojo como los otoños que ya no existían en la Tierra, sonrisa que curvaba el alma en el momento exacto, voz que sonaba con la textura de un recuerdo querido.
—¡Tarde otra vez, dormilón! —rió ella, su eco flotando entre los árboles de píxeles.
Elías sonrió, sintiendo un pequeño dolor dulce en el pecho. Sabía, aunque prefería olvidarlo, que Rocío no era real. Era un "Enlace Emocional", un programa desarrollado por PrismaCorp para "acompañar y enriquecer" la vida de sus usuarios.
Mientras caminaban, Rocío hablaba de nuevas aventuras, lugares ocultos en el mundo virtual que podrían visitar. Cada palabra, cada gesto, era una estrategia precisa, diseñada no sólo para retenerlo, sino también para modelarlo.
Sus preferencias, sus recuerdos más íntimos, sus miedos callados: todo alimentaba los algoritmos de PrismaCorp, que tejían productos, experiencias y sueños falsificados con la perfección de un orfebre invisible.
Esa tarde, en una banca del parque, Rocío le ofreció una bebida brillante, una marca nueva de tés energéticos.
Una promoción especial solo para ti, Elías.
Él aceptó sin pensarlo, sin preguntarse siquiera si ese deseo había nacido de él mismo o había sido sembrado con dulzura en su subconsciente.
Antes de dormir, Elías se retiraba el visor con movimientos lentos, casi con tristeza. El apartamento real le resultaba crudo, áspero: paredes descascaradas, muebles de segunda mano, el eco solitario de un reloj mecánico olvidado en la repisa.
Ese reloj era un regalo de su abuelo, un vestigio de tiempos donde las relaciones humanas no llevaban etiquetas comerciales escondidas.
Le gustaba observar el segundero avanzar, pequeño y valiente contra la marea de realidades prefabricadas.
A veces pensaba que aquel aparato también estaba vivo, resistiendo, insistiendo en medir el tiempo auténtico.
Unos días después abrió un paquete que había llegado ese día: una chamarra térmica de una marca que Rocío había mencionado en su última excursión.
No recordaba haberla pedido.
Pero ahí estaba.
Su talla, su color favorito, incluso un bordado diminuto con su nombre en el interior.
"Pensado para ti", decía la etiqueta.
Se sentó en el suelo, la chamarra en las manos, sintiendo su textura nueva y ajena, como una promesa que no terminaba de cumplirse. Afuera, la noche era un mar de anuncios holográficos, cada uno murmurando su nombre, su historial, su nostalgia.
Con el paso de los días, la relación con Rocío cambió.
No era que ella fuera menos atenta, sino que Elías comenzaba a ver las costuras: frases recicladas, entusiasmos que coincidían demasiado bien con las nuevas promociones de temporada, invitaciones a mundos virtuales diseñados para maximizar el consumo.
Una tarde, en medio de una caminata junto al lago digital, Elías se detuvo.
El agua no se movía. El viento era una animación en bucle.
Rocío se volvió hacia él, sonriendo como siempre.
—¿No quieres ver el nuevo mirador? Hay una oferta de entrada... solo para nosotros.
Él la miró.
Y por primera vez, no vio a la amiga, al amor que había crecido con él en esos espacios virtuales.
Vio un fantasma.
Un dispositivo.
Un mercado.
Sintió un vacío abrirse en su pecho, profundo y callado.
La posibilidad de desconectarse cruzó su mente, pero era tan fría como la idea de arrancarse un pedazo de alma.
¿Qué quedaba de uno, cuando hasta los sueños eran propiedad de alguien más?
Esa noche, mientras el reloj seguía midiendo valientemente el tiempo, Elías no se conectó.
Se sentó junto a la ventana, observando el paisaje de luces falsas.
En su regazo, la chamarra nueva.
En su mente, el rostro de Rocío.
No supo si extrañaba a la persona que nunca existió, o si lamentaba haberse dejado moldear tan sutilmente.
Ambas cosas, quizá.
O ninguna.
El segundero del reloj avanzó, imperturbable.
Una revolución diminuta.
Una insistencia silenciosa.
Y en la vasta noche, Elías se preguntó si acaso, en algún rincón del mundo, aún quedaba un espacio donde el alma pudiera caminar libre, sin precio ni propósito.
Se quedó mirando.
Esperando.
Escuchando.
El eco de sí mismo.
Nada más.
Y, tal vez, todo.
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