Por Rebeca Jiménez
Sandra aprendió temprano que el afecto era una moneda útil. No creía en la pureza de los sentimientos ni en la gratuidad de los gestos: desde que tuvo edad suficiente para salir al mundo, entendió que cada sonrisa, cada promesa velada de afecto, podía intercambiarse por algo más tangible. Un favor, una tarea terminada, un café pagado, un negocio improvisado que alguien abriría con tal de no perder su atención.
A sus veintiún años, su vida era una hilera de transacciones invisibles. Su amor, su simpatía, su tiempo: todo podía ser negociado. El rostro dulce, los gestos estudiadamente torpes, la vulnerabilidad fingida. Era fácil, al principio. Siempre había alguien dispuesto a darle lo que pedía a cambio de sentirse elegido, especial, dueño siquiera por un instante de esa cercanía fabricada.
Pero el tiempo es un juez silencioso y cruel.
Primero fueron los compañeros de universidad, luego los socios pequeños, los hombres mayores que veían en ella una promesa de vitalidad que pronto se mostraba hueca. Tomaban lo que podían —un poco de juventud, un reflejo de deseo— y después, inevitablemente, se cansaban. La dejaban como a una copa vacía en una fiesta ya apagada.
Ella nunca lloró sus pérdidas. Las registraba con frialdad, como quien anota deudas en una libreta. Sabía que debía encontrar siempre algo nuevo que ofrecer, otra sonrisa más fresca, otro juego de ilusiones. No era amor lo que vendía, sino la apariencia del amor; no era compañía, sino el espejismo de la ternura.
Pasaron los años y la balanza empezó a inclinarse. Su rostro, aunque hermoso todavía, mostraba pequeños signos de fatiga que no sabía ocultar. Su risa se volvió un eco hueco, una melodía repetida que ya no engañaba a nadie. Buscaba con más desesperación, daba más promesas, pero recibía cada vez menos.
El arte de fingir, antes su escudo, ahora era su cárcel.
Una noche, sentada sola en una cafetería cualquiera, revisó los mensajes de su celular: silencios, vistos ignorados, respuestas corteses. La ansiedad le arañaba el pecho como un animal pequeño y hambriento. Afuera llovía, y el reflejo de la calle mojada le devolvía la imagen de alguien que empezaba a volverse invisible.
Sintió, por un instante apenas, la punzada de una verdad que siempre había evitado mirar de frente: no sabía querer, ni ser querida. Había confundido la estrategia con el afecto, el intercambio con la entrega. Se había vendido a sí misma tantas veces que ya no sabía si quedaba algo de ella que no fuera mercancía.
Apagó el celular, dejó unas monedas sobre la mesa y salió caminando bajo la lluvia. No se cubrió. No tenía adónde ir, ni a quién llamar. No era la tragedia lo que la consumía, sino esa certeza lenta y amarga: el mundo seguía adelante, indiferente a su naufragio.
Y ella, como siempre, había abierto la mano esperando recibir.
Sin entender que, a veces, lo único que vuelve es el eco de lo que se ha vaciado demasiado pronto.
Comentarios