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HISTORIAS PERDIDAS: Amasar la vida

Por El Perrochinelo

El "Chava" Gómez llegaba a la panadería antes de que saliera el sol, cuando las calles de la colonia El "Arenal" todavía olía a tierra dormida y a orines frescos. A los diecisiete años, cuando su jefe le enseñó a meter las manos en la masa, lo primero que pensó fue: "qué chinga, esto no es pa’ mí". Pero luego olió el primer bolillo horneado y se le hizo agua la boca... y el alma.

Desde entonces, ahí siguió. Panadero de hueso amasado.

—¡Chava, los bisquets, órale que ya vienen los del mercadito! —gritaba Toño, el chalán medio güevón que traía de ayudante.

—¡Ya voy, no mames, no ves que no soy pulpo! —le respondía Chava, mientras limpiaba el sudor de su frente con el dorso lleno de harina.

El horno estaba igual de ruco que él, crujía cada vez que lo abrían y aventaba un tufo entre gloria bendita y vapor de caldera vieja. Pero Chava no lo cambiaba por nada. Cada vez que le entraba el olor a pan recién hecho, se le revolvía algo en el pecho, como si una rola vieja le sonara en la mera memoria.

Pensaba en el don del puesto de tamales que, con un bolillito, armaba los desayunos de sus clientes; en la doña que compraba su concha para remojarla en el cafecito tibio de la cena; en el escuincle que mordía un cuernito mientras esperaba que su mamá pagara en el OXXO.

"De algo sirve esta madriza diaria," pensaba. Y eso lo hacía aguantar las desmañanadas, el reuma que ya le tronaba las rodillas y el calorazo de la panadería, como si trabajara dentro de un pinche horno de tortura.

Los vecinos lo saludaban con respeto:

—¿Qué onda, don Chava? ¿Ya salieron las teleras?

—Apenas van inflando, mi güero, dame chance y en media hora te las aviento calientitas.

La colonia ya no era la misma de cuando era chavo. Antes los morros jugaban en la calle con un balón de trapo; ahora los veías más pegados al cel que a la vida. Los puestos de tianguis seguían igual, vendiendo piratería, calcetines sin par y discos de cumbia, pero la raza… la raza ya andaba más agüitada.

Por eso a Chava le latía la idea de que, al menos con un pedazo de pan, alguien se sintiera tantito menos jodido. Era su granito de harina pa' la esperanza.

Una mañana de sábado, mientras sacaba del horno unas conchas gordas y orgullosas, entró Lupita, la nieta de doña Tencha, la que había comprado pan ahí de toda la vida.

—¿Qué onda, don Chava? Mi abue dice que usted hace el mejor pan de la colonia, que sus conchas curan la tristeza.

Chava se rió, aventando una risotada que sonó como trueno en temporada seca.

—Pos a ver si también curan los huesos, mija, porque ya me truenan hasta las ideas.

Lupita le pagó con monedas sudadas de tanto apretarlas en la mano. Él le regaló una concha extra.

—Pa' la buena vibra, mija.

Y mientras la veía salir brincando entre los baches, con su bolsita de pan apretada contra el pecho, Chava pensó que eso era todo. Que el sentido de la vida no era otra cosa más que ver a alguien sonreír con algo que uno hacía con amor.

Esa noche, como siempre, regresó a su cantón cansado pero contento. Se quitó los zapatos, puso a hervir su cafecito con canela y sacó una telera doradita que se había guardado de la hornada. La partió a la mitad, le embarró frijolitos y le puso queso fresco, y mientras mordía  su cena sintió que todo valía la pena: el sudor, el cansancio, los años.

Mañana sería otro día de amasar sueños en forma de bolillos y conchas. Y mientras tuviera fuerzas en las manos y fe en el corazón, ahí estaría: echándole levadura a la vida.

 

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