Por Terrornauta
(Testimonio de don Filemón, albañil retirado, hecho sucedido en 1974)
Esto que le voy a contar, señorita, no le vaya a decir a nadie que yo se lo dije. Me lo saco de encima nomás porque usted me cayó bien, y porque ya tengo más de 70 y los sustos ya no me quitan el sueño, nomás la próstata.
Era el 74, más o menos, cuando me tocó chambear en una obra en la San Rafael. Una colonia muy finolis, como dicen, pero pa’ entonces ya la estaban desarmando. Puras casonas viejas que echaban abajo pa’ levantar edificios de esos modernos, con acabados de tirol y molduras falsas. Feos, pero funcionales, decían.
Nos tocó tirar una casa grandota en la esquina de Serapio Rendón. Tenía ventanales de los de antes, techos altos y un patio trasero con árboles que ya nadie cuidaba. Y eso sí, una paz bien rara. Como de panteón seco.
Desde el primer día, los chavos dijeron que había algo. El Chucho, el chalán, se quejaba de que le escondían la cuchara de mezcla. El Ponciano juró que oyó risas detrás del escombro. Y yo… yo sentía que algo nos miraba desde las ventanas, aunque las ventanas ya no estaban.
Pero uno no se puede dar el lujo de espantarse, no cuando hay que tragar. Así que seguimos.
Un día, tumbando una pared del fondo, nos topamos con un hueco. Como un cuarto chiquito, tapado con tierra y bloques. Ahí había restos. No de humanos, no crea… eran cosas raras: muñecos de barro, piedritas con ojos pintados, un bastón de rama, y una caja con huesitos de animal. Viejo todo. Como enterrado a propósito.
El maestro de obra quiso venderlo a un coleccionista, pero antes de que pudiera hacerlo, se cayó de la escalera y se partió la clavícula. Dijo que resbaló, pero los demás lo vimos: fue como si alguien le hubiera jalado el pie. Así, en seco.
Esa misma noche, yo me quedé cuidando el material. No había velador y me ofrecí por una lana extra. Y ahí fue cuando lo vi.
Un niño. Pero no. Más bien, algo bajito, como niño, pero con la cara… rara. Grande, como inflada, los ojos muy oscuros. Iba encuerado. Caminaba como si jugara. Y cuando me vio, me sonrió. Me dejó un trompo girando solito frente a los costales de cemento. Luego se metió entre las sombras.
No pude moverme. Ni gritar. Nomás recé bajito.
Al otro día me largué. No regresé. Ni por la lana.
Pasaron años y un día volví por la zona. El edificio ya estaba terminado, habitado. Bonito, pa’ su tiempo. Pero me quedé helado cuando vi que en la entrada, unos chamacos jugaban con un trompo igualito al que vi esa noche. Y uno de ellos me miró, pero de una forma... como si supiera quién era yo. Como si me recordara.
Desde entonces me pasa algo raro. A veces, en mi casa, me desaparecen cosas. Herramientas. Llaves. Relojes. Luego aparecen en lugares imposibles. A veces siento pasos chiquitos en la madrugada, como si jugaran en la azotea.
Dicen que son duendes. Otros que son espíritus de niños muertos. Pero un viejito me dijo algo que me quedó grabado:
“No son muertos. Son antiguos. Viven aquí desde antes que todo esto fuera ciudad. Y cuando los molestan… no se van. Se quedan.”
Así que ya sabe, compa. Si un día tira una casa vieja y encuentra juguetes, piedritas, huesos chiquitos... no los toque. No los venda. No los saque.
Déjelos en paz. Porque los chamacos... los de ahí...
no se van.
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