Por El Perrochinelo
A Don Andrés lo conocí una madrugada en cuatro caminos, cuando yo andaba buscando taxi porque el metro ya había jalado cortinas y no traía ni pa’ un Uber. Lo vi ahí, limpiando su coche. Setenta y cuatro años, pero con postura de boxeador viejo: derechito, firme, sin perder estilo.
—¿Pa’ dónde va, joven? —me dijo con voz ronquita, de esas que ya pasaron por muchos años y muchas desveladas.
—A la Portales, Don.
—Súbase. Ahorita lo dejamos como carta en buzón.
Y vámonos, que el señor maneja como si la ciudad fuera suya.
Lo que más me sorprendió fue que, antes de llegar al cruce con Reforma, le pregunte por la medalla que colgaba de su retrovisor y me contó que cada año corre la carrera del Día del Padre. Veintiún kilómetros. A sus setenta y tantos. Yo pensé que estaba cotorreando, pero lo dijo con esa seriedad humilde que da el orgullo verdadero.
—No crea que me aviento el maratón como antes —me dijo riéndose—. No, ya no. Pero el medio todavía me lo echo. Poco a poquito, con mis pasitos de pollo, pero llego.
Platicaba mientras cambiaba de carril como si nada, esquivando a los trasnochados y motos suicidas. Yo lo escuchaba entre sorprendido y fascinado.
—¿Y por qué lo sigue corriendo, Don?
—Porque allí recuerdo quién era —me dijo—. Yo corrí seis veces el maratón de la ciudad, cuando era más chavo… ¡ay, joven!, esos días sentía que podía con todo. Éramos miles, sudando y echándonos porras, y yo nomás veía a mi jefecita entre la gente, gritándome: “¡ándale, Andrés, no te me rajes!”. Eso no se olvida.
Don Andrés media uno sesenta y cinco “con tenis”, según él. Flaco, correoso, con brazos llenos de venitas como mapas. Pero algo en su mirada se siente grande. Es esa chispa que tienen los que todavía disfrutan estar vivos.
—La ciudad ya está bien loca, ¿verdad? —me preguntó mientras pasábamos por un semáforo donde un güey hacía malabares a esas horas de la madrugada.
—Sí, Don… cada día más.
—Pos mire —dijo encogiéndose de hombros—, yo ya le dejé de pelear. La ciudad es como una mujer brava: si le gritas, te avienta la chancla; si la tratas bonito, igual y te deja pasar.
Y se soltó riendo. Risa viejita pero fuerte, de esas que se sienten como apretón de manos.
Mientras avanzábamos por las calles solitarias, me contó que empezó a manejar taxi a los diecinueve años. “Apenas me salía el bigote y ya andaba dando vueltas por Insurgentes”. Conoció la ciudad cuando todavía olía a pan por las mañanas y a petroleo por las noches. Ha visto cambios, tragedias, temblores, nuevos edificios donde antes había fonditas. Ha visto todo y no le tiembla la voz al contarlo.
—Pero lo que más me gusta de manejar —dijo— es que todos los días conozco a alguien distinto. Unos me cuentan chismes, otros lloran, otros se quedan dormidos. Yo nomás escucho. La gente necesita que uno la escuche tantito.
—Eso ya no lo hacen muchos taxistas, Don.
—Pos por eso se suben conmigo —respondió guiñando un ojo.
Cuando llegamos a la Portales, antes de que yo bajara, me dijo:
—Mire, joven… si un día anda agüitado, váyase a ver una carrera. La que sea. Pero vaya. Ver gente corriendo le recuerda a uno que todos traemos algo que perseguir. Cualquier cosita. Un sueño, un recuerdo, una promesa. Yo no corro pa’ ganar, yo corro pa’ acordarme de que sigo aquí.
Me cobró justo, sin pasarse. Luego arrancó despacio, sin prisa. Lo vi alejarse, doblando en la esquina, con su taxi viejito que parecía otro corredor, lento pero constante.
Y mientras lo veía perderse, me cayó el veinte: en esta ciudad tan rota, tan ruidosa, tan llena de prisas, todavía quedan personas que avanzan como Don Andrés. Sin ruido, sin drama, sin quejarse. Paso a pasito.
Pero siempre avanzando.
Siempre.
Comentarios