Por Félix Ayurnamat
Enrique llegó antes que los otros, aunque no había prisa. El puesto estaba igual que siempre: la parrilla fría, las cebollas sin cortar, la carne todavía en las bolsas. Su abuela le había dicho que eso le iba a dar rumbo, que un hombre debía tener un oficio, que por eso le ayudaría a pner un negocio. Él le creyó por costumbre, no por fe.
Prendió la bocina. Sonó una canción vieja, una de esas que no dicen nada pero llenan el aire. Abrió la primera cerveza. El sol apenas se asomaba entre los cables de luz.
A las nueve llegó Renán, con la playera del América.
—¿Sí hay chelas?
Enrique levantó la lata que ya tenía abierta.
—Muchas.
Renán se sentó sin quitarse la mochila, como si hubiera llegado de la escuela aunque ya no estudiara nada. Luego cayó Toño. Después Mario. Ninguno preguntó por los tacos. Nadie traía hambre.
—Ni un cliente —dijo Mario, viendo la calle como si esperara un milagro.
—Ni va a venir —respondió Enrique—. Nunca vienen.
—Pos sí.
Abrieron más cervezas. La música se perdió en el tráfico. Un perro cruzó la avenida y los miró, luego siguió de largo. Los cuatro lo observaron como quien ve pasar una oportunidad ajena.
Enrique trató de encender la parrilla, pero la flama apenas titiló y se apagó.
—Otra vez el carbón —murmuró Renán.
—Otra vez —repitió Enrique. No se levantó para moverlo.
Las horas se fueron en plática suave, esa que no pesa ni deja nada. Recordaron la secundaria, las motos que nunca tuvieron, los trabajos que no les duraron ni un mes. Toño dijo que podría irse al norte; Mario dijo que quizá mañana sí abrían temprano; nadie les creyó, ni ellos mismos.
Enrique miró la cartulina que su abuela escribio: TAQUERÍA DON ENRIQUE. Las letras estaban chuecas y disparejas.
—Le quedó feo, ¿no? —comentó Renán.
—Sí.
—Pero lo hizo con cariño.
—Ajá.
A mediodía abrieron otra ronda de cervezas. La carne seguía intacta. Un coche se estacionó cerca, pero arrancó en seguida.
—Era cliente, ¿viste? —dijo Toño.
—No —respondió Enrique—. Nomás estaba dando vuelta.
Los demás asintieron, sin emoción.
Enrique se acomodó la gorra. Sintió que el día no avanzaba, como si todo se hubiera detenido desde hacía años. Pensó en qué estaría haciendo su abuela en ese momento. Seguramente rezando para que llegara alguien al puesto. Para que él cambiara. Para que el mundo hiciera aunque fuera un pequeño gesto de movimiento.
A medianoche empezaron a recoger, sin recoger nada. Dejaron la parrilla como estaba, las bolsas como estaban, los restos de cerveza debajo de las mesas.
—Mañana sí nos aplicamos —dijo Mario.
—Mañana —repitieron los otros.
Enrique se quedó un poco más, viendo la calle vacía. Apagó la bocina. Echó la última cerveza en su mochila. Por un momento imaginó cómo sería si llegara un cliente. Uno solo. Si le pidiera dos de asada con todo. Si él pudiera hacer algo bien, aunque fuera una vez.
Luego lo dejó ir.
Cerró las cortinas metálicas del puesto. La calle siguió igual.
Y él también.
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