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INVENTARIOS DEL VACÍO: El último destello de la risa

Por Luis B.

La Orden del Lenguaje Estandarizado gobernaba los días con una suavidad casi invisible, como una bruma que se filtraba por cada grieta de la vida cotidiana. Nadie recordaba cuándo había comenzado exactamente; solo sabían que, en algún punto entre la automatización total del pensamiento y la optimización de la emoción, el mundo decidió que la risa era una forma de ineficiencia y que la creatividad era una variable errática que debía ser regulada.

El rigor —esa palabra afilada y metálica— se convirtió en la brújula moral.

Julian Solís caminaba cada mañana por el corredor de su edificio, donde las paredes emitían mensajes de “claridad discursiva” en voces neutras. Un eco gris acompañaba cada paso, como si fuera el sonido de una sala vacía recordándose a sí misma que había sido habitada alguna vez. Llevaba siempre su cuaderno antiguo, uno con la portada de cartón deshaciendose que había pertenecido a su madre. Dentro de él no escribía nada. Solo lo tocaba con la punta de los dedos, como si el simple gesto lo mantuviera atado a algo dulce, algo que aún latía en el mundo.

En la superficie del día, Julian era un ciudadano ejemplar: su lenguaje era preciso, sus emociones estaban moduladas y respondía con exactitud matemática a cualquier pregunta. Sin embargo, había algo en él que no terminaba de apagarse. Un destello. Un reflejo. Una grieta.

Y la grieta era peligrosa.

El cambio significativo —decían los documentos oficiales— fue el desarrollo de los Reguladores Cognoscitivos, dispositivos tan sutiles como un suspiro, instalados en los postes de luz y en las esquinas de cada barrio. Emitían un espectro sonoro imperceptible para la mayoría, pero capaz de inhibir patrones neuronales relacionados con el humor espontáneo, la imaginación caótica y las asociaciones libres. Nadie los percibía… excepto aquellos que tenían predisposición al desvío.

A Julian le pasaba a veces, en noches demasiado silenciosas: sentía un cosquilleo detrás de los ojos, como si un pensamiento travieso intentara nacer. Un amago de risa. Algo pequeño, pero vibrante, como una chispa atrapada en el hueco de una madera vieja.

Eso bastaba para que el sistema lo marcara como “inestable”.

En el trabajo, donde clasificaba textos académicos para el Archivo Central de la Racionalidad, había aprendido a cuidarse. Su compañera, la doctora Nájera, era partidaria estricta de la Orden. Su lenguaje nunca mostraba curvas; hablaba como si cada palabra estuviera calibrada para no provocar sombra ni brillo.

—Solís, noté que en su último informe utilizó el adjetivo inusual sin un descriptor cuantificable —lo señaló una mañana, mientras los servidores respiraban con su zumbido regular.

—Fue una imprecisión. No volverá a ocurrir.

—Lo espero. La rehabilitación cognitiva implica un costo alto para el departamento.

La palabra rehabilitación retumbó en el pecho de Julian. Conocía las historias: personas que habían murmurado un juego de palabras sin querer; que habían recordado chistes de infancia; que habían comparado nubes con algodón o con barcos fantasma. Cosas absurdas. Cosas bellas. Cosas prohibidas.

A esas personas se las enviaba a los Centros de Restitución, donde la imaginación era drenada con la eficacia de un proceso clínico. No había violencia. No había gritos. Solo un silencio impecable, demasiado limpio para pertenecer al mundo.

Esa tarde, Julian decidió caminar por la antigua zona del Mercado del Sol. Ahora estaba casi vacío. Los locales, recubiertos de metal blando, repetían melodías monótonas destinadas a regular la respiración. Pero en una esquina encontró un objeto que, por alguna razón, había sobrevivido al proceso de desmantelamiento cultural: una pequeña caja de música.

La tomó. Era liviana, tibia. La cuerda estaba rota, pero el grabado —un sol con cara sonriente— provocó un estremecimiento en su pecho. Un recuerdo: su madre girando la manivela, un sonido de notas dulces, su risa suave flotando en la habitación. Risa. Esa palabra peligrosa que ya casi nadie pronunciaba.

El aire se volvió denso. Julian supo que debía irse. Los Reguladores podían detectar fluctuaciones emocionales por encima del umbral permitido.

Pero antes de moverse, sintió algo inesperado: una punzada de alegría. Un microsegundo de color en su cabeza. No fue una carcajada, no fue un chiste… fue una posibilidad. Un destello.

Y el destello, según la Ley de Estabilidad Afectiva, era motivo suficiente para vigilancia.

Al volver a su apartamento encontró en su puerta un sobre gris. El color que nadie deseaba ver.

“Convocatoria a Evaluación Cognitivo-Adaptativa. Asistencia obligatoria en 48 horas.”

Julian se sentó en el borde de su cama. El silencio del cuarto pesaba. Dejó el sobre a un lado y abrió su cuaderno antiguo. En sus páginas amarillentas encontró una hoja suelta. Era un dibujo infantil hecho por él mismo: un perro bailando con una escoba. Absurdo. Imposible. Feliz.

Sintió la presión de los Reguladores afuera, vibrando en ondas suaves. El mundo insistía en mantenerlo alineado. En borrarlo lentamente.

Pero el dibujo seguía ahí. Y la caja de música también. Objetos obsoletos, rituales abandonados. Vestigios de algo que parecía pertenecer a otra especie.

Encendió la lámpara y observó los objetos como si fueran reliquias sagradas. La luz se reflejó en la caja rota. Por un instante, creyó escuchar una nota lejana, quizá imaginada, quizá nacida del recuerdo. Un sonido diminuto, como una hebra de la vida anterior llamándolo por su nombre.

A la mañana siguiente, camino al Centro de Evaluación, Julian pasó por un callejón donde los Reguladores no llegaban del todo. Un lugar sin vigilancia perfecta. Ahí, sin pensarlo, abrió su cuaderno y escribió una frase.

Solo una.

Cuando levantó la mirada, vio que el cielo tenía un tono rosado. No sabía si siempre había sido así o si él era quien estaba cambiando. Guardó el cuaderno en el bolsillo y siguió caminando hacia su cita, sin acelerar ni detenerse.

Al llegar a la puerta del Centro, se preguntó si el sistema podría detectar aquella frase escrita a mano. Si aquel gesto pequeño y terco tendría consecuencias. Si valía la pena.

Quizá sí.

Tal vez la humanidad entera estaba hecha de esos gestos minúsculos: un dibujo tonto, una caja de música rota, una frase arriesgada escrita en un cuaderno viejo.

Quizá eso era lo que quedaba del alma cuando el mundo insistía en anestesiarla.

Antes de entrar, respiró hondo. El aire olía a algo distinto, como a polvo cálido o a pan recién horneado, o quizá solo a memoria.

Y en el bolsillo, ardiendo como una chispa prohibida, lo acompañaba la frase que había escrito:

“A veces, incluso la razón necesita reír.”

No sabía qué ocurriría después.

Pero mientras avanzaba hacia la puerta, por primera vez en años, sintió que algo dentro de él —algo pequeño, frágil y luminoso— estaba vivo.

Y tal vez eso era suficiente.

FIN (o algo parecido a un inicio).

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