Por Rebeca Jiménez
Cada amanecer, antes de que la ciudad recuerde quién es, el sol se alza sobre los cerros y posa su mirada antigua sobre la vasta extensión humana que respira y se duele bajo él. No tiene párpados, no sabe cerrar los ojos. Por eso carga con el privilegio o la condena de verlo todo.
Desde su altura, el sol observa la Ciudad de México como si fuera un organismo que se debate entre lo ideal y lo mundano. A veces la contempla con cierta ternura, como quien mira a un hijo que insiste en repetir los mismos errores; otras, la mira con un cansancio que roza la desesperanza.
Apenas despierta la mañana y ya advierte, en un departamento de Iztacalco, a una mujer de cuarenta años que se viste lentamente frente al espejo. Cecilia lleva las manos temblorosas. Está a punto de tomar una decisión que fingió posponer por meses: dejar al hombre con el que vive desde hace una década. Él duerme todavía, boca arriba, confiado. El sol ilumina el borde de la cama, y por un instante la luz revela el conflicto en el pecho de ella: el deseo de libertad mezclado con el miedo a la soledad. Cecilia se ajusta los labios, respira hondo. Después apaga la luz artificial; la natural la hiere.
El sol continúa su ascenso y cae sobre los techos de una colonia en la GAM, donde una adolescente, Dalia, huye de su madre para esconderse en la azotea. Su madre insiste en que estudie administración; Dalia quiere ser fotógrafa. El sol la observa mientras ella prueba la cámara heredada del tío que murió el año pasado. Toma una foto del horizonte, pero lo que desea retratar es aquello que nunca aparece en las imágenes: la angustia tenue, la culpa de no ser lo que esperan de ella. El sol intuye ese temblor secreto y lo guarda, como un archivo más de su memoria infinita.
Al mediodía, su luz cae dura sobre los tvendedores ambulantes que están afuera del Metro Pantitlán. Entre ellos está un hombre que mira de reojo a una mujer que no es su esposa. Ella, de unos treinta, le devuelve la mirada con un gesto que no es invitación, pero tampoco rechazo. El sol ve cómo ambos se debaten entre el impulso de romper sus vidas y la cobardía que aún los sostiene. En ese instante, el sol siente una punzada, si es que puede sentir algo, al recordar que ningún ser humano ha escapado jamás de esa tensión: querer lo imposible, temer lo posible.
A las tres de la tarde, cae su luz sobre un edificio de oficinas en el Centro. Allí, una joven secretaria, Mariana, se retoca los labios en el baño, preguntándose por qué aceptó salir esa noche con su jefe. No por deseo. Tampoco por ambición. Quizá solo por costumbre, por un vacío que se llena mejor con acciones que con pensamientos. Mariana se repite a sí misma que no pasará nada. El sol ve la duda en su rostro, ese brillo quieto en los ojos que precede a los errores que se recuerdan toda la vida.
Para entonces, el sol ya está cansado. Su luz empieza a cambiar de tono, volviéndose más suave, como si intentara proteger a la ciudad de sí misma. Desde arriba, mira a una mujer que camina por Parque Hundido con un niño pequeño. Ella lo escucha hablar, pero cada palabra le recuerda al padre que ya no está. La luz la envuelve como un abrazo silencioso, aunque no pueda aliviarle la herida.
En la tarde, cuando la ciudad es un hervidero de tráfico, el sol contempla con una especie de compasión antigua, a la gente atrapada en los autos: parejas que ya no se hablan, hombres que llevan flores para pedir perdón, mujeres que ocultan lágrimas mientras revisan mensajes que no llegan.
El sol no juzga. Solo observa.
Y cuando finalmente comienza a caer, tiñe de naranja el smog que la ciudad le devuelve como un espejo turbio. Desde su altura, alcanza a ver una verdad que los humanos, entre la prisa y el deseo, rara vez notan: que cada quien lleva su propia sombra, incluso a plena luz del día.
La noche se acerca. El sol se retira con lentitud, agotado, y deja atrás la ciudad que seguirá latiendo en su ausencia.
Antes de desaparecer, piensa, si es que puede pensar, que mañana volverá a mirar lo mismo: culpas que no se nombran, amores que no se dicen, decisiones que se aplazan, deseos que se esconden bajo la ropa, bajo la piel, bajo la vida cotidiana.
Todo eso que solo se revela cuando alguien se atreve a mirar sin cerrar los ojos.
Como él.
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