Por MFTX
En San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, hay un canal que suena a viaje lejano: el Canal del Japón. Su nombre intriga. No es casual ni capricho de cartógrafo. Es una memoria viva de un encuentro inesperado: el de los agricultores xochimilcas con los jornaleros japoneses que, a inicios del siglo XX, llegaron a trabajar la tierra en esta región.
El escenario era el Rancho de la Luz, propiedad del médico y político Aureliano Urrutia. Allí se contrató a cuadrillas de trabajadores japoneses (los issei) que llegaron a México en busca de nuevas oportunidades. San Gregorio era entonces un pueblo agrícola con vida intensa: chinampas, trajineras cargadas de flores y maíz, y canales que comunicaban todo el valle. La llegada de estos hombres asiáticos causó tal impresión en la gente del lugar que empezaron a llamar a la zona simplemente “El Japón”.
El sobrenombre se quedó. Tanto, que con los años se incorporó a la toponimia local. Hoy, el Canal del Japón aparece en mapas oficiales, en programas de manejo ambiental y en estudios arqueológicos. Es, en realidad, un puente entre la historia y el paisaje: recuerda un momento en que Xochimilco fue, por un instante, un cruce de mundos.
Esa historia revela algo más profundo que un dato curioso. Muestra cómo la cultura chinampera, con su capacidad de absorber y transformar, dio la bienvenida a extranjeros que aprendieron a sembrar en la chinampa y a convivir con el agua. Los xochimilcas bautizaron la zona con cariño. Al decir “El Japón”, no solo nombraban a los trabajadores, también reconocían que algo distinto había echado raíces en su comunidad.
Xochimilco no es solo trajineras de colores y turistas de fin de semana. Es también un mosaico de historias pequeñas: un puente mandado a construir para que los jornaleros cruzaran hacia el rancho; el rumor de que Emiliano Zapata pasó por San Gregorio y supo de esos japoneses; los recuerdos de las familias que compartieron con ellos la siembra y el mercado.
Nombrar un canal “japonés” es, en el fondo, un acto de memoria. En sus aguas se refleja el rostro de un encuentro cultural que parece mínimo, pero que dejó huella. Cuando se recorre esa zona, uno puede imaginar a los primeros issei mirando el horizonte de volcanes, tal vez pensando en los suyos, al otro lado del océano.
El Canal de Japón no solo guarda la memoria de su propio pasado, sino también de las historias de quienes llegaron de lejos para convertirse, en parte de su tejido vivo.
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