Por Rebeca Jiménez
El ventilador giraba lento, arrastrando el aire caliente de la tarde sin lograr refrescarlo. Mayra estaba tendida en el piso de loseta del departamento, en el pequeño espacio que quedaba libre entre el sillón y la mesa de plástico, como si buscara estar lo más cerca posible de la tierra. Afuera, el ruido de la calle parecía disolverse bajo la densidad del verano: el pregón de el del fierro viejo, el ladrido de un perro, los cláxones, todo sonaba lejano, cubierto por una especie de cortina espesa.
Manuel había dejado de existir para ella hace semanas. O al menos eso se repetía. No porque no lo recordara, sino porque el calor le ayudaba a olvidar: a derretir las imágenes de él en la cocina, en la cama, en la azotea cuando fumaba al amanecer. Se había ido con su mejor amiga, eso la hería todavía más que la traición, pero en días así el dolor se volvía perezoso, se deshacía como sudor en la piel.
Se incorporó despacio, bebió agua tibia directo de la botella y se miró en el espejo del pasillo. Se vio despeinada, ojerosa, con el sostén húmedo de sudor pegado a la piel. “Así debí verme el día que decidió engañarme”, pensó. De pronto sintió una risa aguda subirle por la garganta y la dejó salir. Una carcajada rota, nerviosa, que rebotó en las paredes del departamento vacío.
El sopor tenía algo de anestesia. No sentía hambre ni rabia, solo ese zumbido constante en la cabeza. Se preguntó si tal vez el calor era un castigo, una especie de purga. Tal vez, si aguantaba suficiente, Manuel dejaría de doler del todo. Tal vez podría perdonarlo, o peor: perdonarse por seguir queriéndolo un poco.
Cuando la tarde comenzó a ponerse naranja, abrió la ventana. Entró un aire espeso que olía a basura caliente y jacarandas secas. Afuera, un grupo de niños jugaba en la calle, sus gritos agudos atravesaban el calor como agujas. Mayra los miró y pensó que el mundo seguía, que las cosas se rompían y se pegaban de nuevo, aunque nunca quedaran igual.
Se recostó otra vez en el piso y cerró los ojos. No pensó en Manuel. No pensó en su amiga. Pensó en la posibilidad de que mañana, con el primer viento fresco, el dolor ya no estuviera. Y se quedó quieta, como si el calor pudiera borrar, al menos por un instante, el rastro que él había dejado en su vida.
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