Por Félix Ayurnamat
Cuando empecé a hacer arte, lo hice con lo que tenía a mi alrededor, con lo que me identificaba: colores de donde vivía, símbolos de mi cultura, ideas, escenas de mi vida, rostros, historias que me contaban en mi casa. Pero me faltaba algo: mirar hacia atrás, hacia los que nos antecedieron, los que conformaron un lenguaje visual que muchas veces es invisible para nosotros, pero que está ahí en el barro, en la piedra, en los murales que resiste, en los códices fragmentados.
Estudiar arte prehispánico no es asunto de los arqueólogos nada más, para mí es entender las raíces de una sensibilidad que hemos heredado. Saber cómo los olmecas trabajaban la piedra, cómo los mayas hacían pigmentos con minerales, cómo los zapotecas organizaban el espacio, la proporción, la geometría, la simbología. Eso me ayuda a evitar copiar modas ajenas, me permite dialogar con lo que soy, con lo que ocurrió antes, para saber qué me importa sumar o transformar.
Por ejemplo, aprendí el contraste entre espacio positivo y negativo observando las vasijas de Mata Ortiz, que retoman patrones de Casas Grandes. En esa cerámica hay una claridad en la forma, precisión en las líneas, uso del vacío, del respiro visual, que no son solo decorativo: sugieren una manera de pensar la composición, qué se deja ver y qué no, qué delimita la pieza. Esa técnica se convierte en herramienta para quienes queremos un lenguaje propio.
También me llama la atención cómo los murales teotihuacanos usaban el estuco pintado, cómo se adaptaba la forma de la arquitectura para producir sombra, luz, movimiento visual. O cómo los mayas pintaban sus edificios, decoraban con relieves, símbolos astronómicos, mitológicos, integrando lo funcional con lo simbólico. Cuando lo conoces, no solo lo admiras, también reconoces qué puedes apropiarte, reinterpretar, qué puedes cuestionar.
Para mí, el arte sin memoria se siente hueco. Y no uso memoria en plan nostálgico, sino en plan de conciencia de dónde venimos, cuáles fueron los modos de hacer, de concebir lo bello, lo sagrado, lo útil. Cuando incorporo elementos de la tradición prehispánica, sea la geometría, el trabajo con materiales naturales, la simbología, no lo hago para hacer arte “folclórico”, sino para que mi obra saque de mí algo verdadero: que no tenga que fingir identidad, sino mostrarme híbrido, atravesado, consciente de que estoy compuesto también de lo prehispánico, de lo que llego después de la conquista , de lo contemporáneo.
Conocer esos estilos antiguos (olmeca, teotihuacano, maya, mixteca, zapoteca, mexica, etc.) me da riqueza visual que puede servir para romper, contradecir lo que el circuito artístico espera. Porque muchos discursos del arte imponen lo que debería ser moderno, qué materiales son “válidos”, qué estética “vende” mejor. Si no tengo fondo, entro a ese juego sin armadura; pero si lo conozco, puedo elegir dónde situarme, qué retomar, qué rechazar.
¿Qué sugiero?
Que dediquen tiempo a ver arte prehispánico, en museos, en libros, en sitios arqueológicos, no sólo como espectador, sino analizando: ¿qué técnica se usó? ¿cómo logro el relieve? ¿qué color? ¿cómo se organizan los elementos?
Que experimenten con materiales tradicionales: barro, piedra, pigmentos naturales, fibras, técnicas de mural; para sentir su resistencia, su fragilidad, su propia lógica plástica.
Que pregunten de dónde vienen los símbolos que usas, si pertenecen a alguna cultura, si estás respetando o folclorizando, si hay significado, diálogo, homenaje.
No tengan miedo de fusionar lo antiguo con lo nuevo: lo digital, lo contemporáneo, lo urbano; siempre con conocimiento: qué se añade, qué se modifica, qué se descarta.
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