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HISTORIAS PERDIDAS. 19 DE SEPTIEMBRE

Por El Perrochinelo

Rubén tenía dieciocho y el pelo parado como escoba de plástico, el clásico look ochentero, chamarra de mezclilla con parches de bandas que ni conocía bien pero se veían chidos: AC/DC,Kisst, Iron Maiden. Todavía olía a adolescencia cuando la tierra se movió, así de huevos, a las 7:19, y la ciudad se volvió una escenografía de película gringa de catástrofes.

Lo despertó el movimiento, el rechinido de la litera y los gritos de su jefa:

—¡Vístete, cabrón! ¡Virgencita ampáranos!

Rubén salió en calzones a su calle en la Doctores, todavía medio dormido, y lo primero que vio fue a los vecinos en pijama, unos llorando, otros rezando, otros mentando madres. El edificio de enfrente estaba ladeado como borracho de cantina. Y entonces algo se le prendió adentro, un resorte, una chispa, algo que le dijo: “órale morro, no es pa’ que te quedes viendo, haz algo”.

Se puso sus pantalones, agarró sus tenis rotos, se los puso sin calcetas y se fue a la vecina colonia Roma, porque ahí decían que estaba más cabrón. Caminó entre polvo y gritos. Las calles olían a gas, a miedo y a humanidad. De repente, un oficinista cubierto de polvo lo vio:

—¡Tú, chavo! ¿Quieres ayudar o nomás vienes de mirón?

—Pos… sí quiero.

—Pues vente, carga estas cubetas.

Y así, sin querer queriendo, Rubén se volvió parte de la raza que no se quedó con los brazos cruzados. Ayudó a sacar piedras, a pasar palas, a cargar agua, a dar café. Una señora con mandil le puso un sándwich en la mano:

—Ándale, m’ijo, cómetelo, no has de haber desayunado.

Por primera vez vio a policías, bomberos, militares, scouts, oficinistas, todos chambeando parejo, sudando juntos, como si la ciudad se hubiera puesto de acuerdo en dejar de ser tan culera aunque fuera por un rato. Hasta el licenciado de la esquina, ese que siempre lo insultaba por su aspecto cada vez que se lo topaba, estaba ahí, con su corbata floja, cargando cubetas.

Rubén decidió quedarse. Le pidió a una vecina que llevó algo de comer, que le avisara a su jefecita para que no se preocupara. El polvo se le pegaba a la piel, las manos ya le ardían de tantas cubetas, pero no podía irse. Cada vez que alguien gritaba “¡Ya salió uno vivo!” sentía que el aire le regresaba al cuerpo. No todo era llanto ni silencio; de pronto alguien soltaba un chiste, un albur, y la risa corría de un lado a otro, hasta los soldados se quebraban de la risa.

La noche del segundo día lo mandaron a descansar. Pero se sentó antes en la banqueta fuera de su casa con un atole calientito que alguien estaba regalando y se quedó mirando el cielo. La ciudad estaba en ruinas, sí, pero también parecía despertar. Rubén entendió que había algo que no conocía de su gente: esa chispa que sólo se enciende cuando todo se viene abajo. Supo en ese momento que nunca volvería a ver a su ciudad con los mismos ojos; algo en él había cambiado para siempre.

Cuando por fin regresó a su casa, su jefa lo abrazó y le soltó un zape:

—Ya me tenías con el Jesús en la boca, cabrón.

—Pos andaba ayudando.

—¿Tú? ¿Ayudando? No te hagas.

—Neta, jefa. la banda estuvo rifada. Creo que sí se puede cambiar este desmadre.

Rubén se metió a su cuarto y antes de dormir, sonrió. Estaba muerto de cansancio, pero algo en su cabeza se quedó encendido. Era la esperanza, esa cosa rara que ni en la tele se veía desde hacía años.

Treinta y dos años después, Rubén, ya con canas y panza de chelero, estaba en su oficina cuando la tierra volvió a moverse. Era 19 de septiembre otra vez. Salió corriendo, igual que aquella vez, y lo primero que vio fue a un grupo de chavos con cascos de bici y mochilas gritando:

—¡Vamos a la Del Valle, allá se cayó un edificio!

Rubén no lo pensó. Se quitó el saco, se remangó la camisa y los siguió. En cuestión de horas estaba otra vez pasando cubetas, moviendo piedras, repartiendo agua. Esta vez no era el chavo de 18, era el don de cincuenta que veía a la nueva generación hacer lo mismo que él hizo, pero ahora con celulares, redes sociales y un chingo de organización espontánea.

Una morra de veintitantos le sonrió cuando le pasó un casco:

—Ándele, don, pa’ que nada se le pegue en la cabeza.

Rubén se lo puso y le guiñó el ojo.

—Gracias, hija.

Mientras la ciudad se sacudía el polvo, Rubén sintió la misma chispa que aquella mañana del 85. Y pensó que tal vez la esperanza no era cosa de un día, sino una costumbre que se pasa de generación en generación.

De regreso a casa, se encontró a unos vecinos organizando un centro de acopio. Se quedó con ellos hasta la madrugada, y al final, cuando vio la montaña de víveres y a la gente haciendo fila para donar, sonrió.

La ciudad seguía rota, pero seguía de pie. Y mientras hubiera manos que quisieran sostenerla, Rubén sabía que no todo estaba perdido.

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