Por TPS
Había una vez una joven recién salida del horno académico, orgullosa poseedora de una flamante maestría patito en pedagogía, impresa en papel brillante y con más sellos que la credencial de un burócrata feliz.
Llena de entusiasmo, fue contratada por una universidad para ser asesora metodológica, ese oficio casi sacerdotal que consiste en convencer a los docentes de que lo que llevan haciendo décadas está mal, y que solo siguiendo la guía —ese evangelio burocrático redactado en un comité de gentes que jamás pisaron un aula— lograrían la iluminación.
Con la fe de una profeta y la terquedad de un onagro en mitad de la carretera, la joven inició su cruzada. Cada reunión era un sermón, cada profesor un hereje a convertir. Cuando alguien osaba cuestionar la utilidad de llenar formatos de 30 páginas para justificar una clase de 40 minutos, ella sonreía y recitaba, palabra por palabra, el sagrado texto de la guía.
Los docentes, veteranos de huelgas, recortes de presupuesto y asambleas eternas, comprendieron que la joven no iba a ceder. Así que, como buenos conocedores de la física social, aplicaron la tercera ley de Newton: cumplieron la guía de manera literal, sin criterio ni sentido común. Entregaron montañas de documentos incoherentes, con evidencias absurdas y rúbricas que evaluaban el clima del aula en grados Kelvin.
El resultado fue el colapso. Los directivos entraron en pánico, los procesos se detuvieron y las autoridades decidieron “pausar” la aplicación de la guía para revisarla.
Pero la joven no lo vio como un fracaso, sino como una señal de que la fe debía ser más fuerte. Desde entonces, la encontraron en la sala de maestros, murmurando entre dientes:
—Así lo dice la guía. Así lo dice la guía. Así lo dice la guía.
Dejó de asistir a reuniones sociales, evitaba hablar de cualquier cosa que no fuera la guía y hasta en sus sueños recitaba indicadores y objetivos específicos. Nadie volvió a discutir con ella, porque ya no discutía: predicaba.
Moraleja:
Quien convierte el reglamento en religión termina rezándole al papel y esperando milagros en tinta negra.
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