Por Félix Ayurnamat
Visitar la exposición “La utopía inacabada” es como caminar dentro de la mente de alguien que, sin dejar de mirar el pasado, apostó todo por un futuro más humano. El Museo del Palacio de Bellas Artes le rinde homenaje al pintor, muralista y escultor Jorge González Camarena en el 45 aniversario de su muerte, con una muestra muy amplia con más de más de 100 piezas. Y sin embargo, al salir, uno se queda con la extraña sensación de que algo sigue abierto, inconcluso. Quizá sea la misma utopía que el título propone: no terminada, pero viva.
Desde las primeras salas, se percibe que González Camarena no fue un artista que se conformara con representar lo visible. Su obra busca sentidos, invoca mitologías, se sumerge en las entrañas de la historia y emerge con preguntas antes que con respuestas. Hay algo profundamente lúcido en su trazo: una inteligencia sensible, crítica, serena, que no busca deslumbrar sino conectar.
La exposición está organizada en cuatro secciones, pero más allá del orden curatorial, el recorrido tiene algo de viaje interior. En la primer sala, se nos recuerda su vínculo con revistas como Cemento, donde se forjó como ilustrador. Ahí están sus primeras búsquedas estéticas, su exploración de técnicas como la acuarela y el gouache. Pero más allá de lo técnico, se nota su impulso vital por encontrar una forma nueva de decir lo que duele, lo que inspira, lo que se sueña.
El punto central de la muestra lo ocupa Liberación (1963), un mural que siempre me parece vibrante, que parece latir desde la pared. La exposición muestra bocetos, apuntes, rastros del proceso creativo que llevaron a esta obra a convertirse en uno de los pilares del muralismo tardío en México. La exposición también nos recuerda que la libertad no se grita, se construye con líneas, con formas, con paciencia.
Luego viene la historia, o más bien, su visión de la historia. Obras como Nuestros abuelos y Los Teocalis III nos devuelven una interpretación que no es puramente didáctica ni nacionalista: es poética. La fusión de culturas no es presentada como conflicto, sino como una raíz común que se bifurca en múltiples formas de resistencia, de belleza, de identidad.
La última parte de la exposición es tal vez la más íntima y reveladora. Aquí el artista parece hablar directamente de la conciencia, del universo, del lenguaje, de lo invisible que nos habita. Obras como El poder de la palabra o Microcosmos y Macrocosmos son casi meditaciones visuales. Aquí no hay historia ni patria, sino existencia. Y ese tránsito de lo colectivo a lo personal es una de las virtudes más profundas de la muestra.
Jorge González Camarena no fue un artista que se limitara a representar su tiempo: lo interrogó, lo reimaginó y lo propuso desde múltiples frentes. Fue muralista, sí, pero también escultor, ilustrador, pensador visual y compositor musical. Su trabajo no está marcado por un estilo estático, sino por una búsqueda constante que se movía entre lo ancestral y lo contemporáneo, entre lo nacional y lo universal. Con una ética del hacer profundamente comprometida con la educación y el arte público, Camarena fue parte de una generación que creyó en el poder de la imagen para transformar. Su legado no está solo en sus murales o pinturas, sino en la forma en que articuló una visión de mundo donde la belleza, el conocimiento y la justicia podían convivir.
La visita a esta exposición fue también el cierre simbólico de nuestro curso de composición visual. Recorrer las salas de Bellas Artes permitió que las asistentes pudieran poner en práctica lo aprendido, observando directamente cómo la geometría, el ritmo, el uso del color y el equilibrio operan más allá de lo académico. En la obra de González Camarena, la composición no es un mero orden de elementos: es una herramienta de pensamiento, un puente entre lo sensible y lo inteligible. Las participantes pudieron experimentar, de primera mano, cómo una imagen bien construida no sólo se ve, se lee; y cómo la composición, lejos de ser una fórmula, es una forma de escuchar al mundo. Camarena es un caso ejemplar para estos fines, pues su famoso “cuadratismo” no es solo una técnica, sino una actitud estructural que organiza la visión para generar sentido.
Ahora bien, salí del museo con una pregunta. ¿Y su obra publicitaria? ¿Dónde quedó esa faceta que lo acercó a otro tipo de público, que supo traducir los ideales en imágenes para todos, que acompañó al México moderno desde las paredes hasta los envases? Esa ausencia no opaca la exposición, pero sí la vuelve parcial. Tal vez porque aún hoy se sigue subestimando el valor estético, simbólico y político de lo popular.
La utopía inacabada no es sólo el título de una exposición, sino un espejo de nuestro presente. Porque lo que González Camarena nos deja no es un legado cerrado, sino una invitación abierta: a mirar con otros ojos, a imaginar sin cinismo, a crear sin miedo. No se necesita ser experto en arte para sentirlo. Basta con entrar despacio, dejar que las imágenes respiren, y escucharlas. Ellas hablan. Nos susurran lo que alguna vez fuimos capaces de soñar.
Y quizá, sólo quizá, todavía lo somos.
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