Por Rebeca Jiménez
El camión avanzaba por la avenida con la paciencia mecánica de las cosas que ya no sienten. Eran las 10:43 de la mañana, un lunes de primavera con olor a metal caliente y sueño sin resolver. En el asiento doble, justo antes del final del RTP, iban sentadas Mariana y Diana. Esta última con los audífonos puestos —pero sin música—, mirando por la ventana como si esperara algo más que un semáforo en verde. Mariana, con las manos cruzadas sobre la mochila, el ceño apenas fruncido, mirando sus rodillas. Llevaban cuatro años juntas, casi cinco. No pasaban de los veinticinco, pero el silencio entre ellas tenía la edad de un matrimonio viejo.
Nadie discutía. No había gritos ni portazos ni escenas. Solo una desgana invisible que se deslizaba entre sus cuerpos como una corriente fría. Diana se movía medio centímetro para no rozarle el muslo. Mariana evitaba, sin esfuerzo, que sus codos se encontraran. Lo más terrible era eso: la naturalidad con la que se hacían a un lado. Como si la distancia se hubiera vuelto su manera más íntima de estar cerca.
La señora de enfrente, con su bolsa de mercado en el regazo, las miraba de reojo. Una muchacha parada junto al timbre fruncía los labios. Nadie decía nada, pero el ambiente se espesaba, como si el malestar de esa pareja derramara su veneno sobre todos los pasajeros. Un chico en el fondo bajó discretamente la ventanilla, buscando oxígeno.
Diana pensó en decir algo. Algo simple, como "¿tienes hambre?" o "¿quieres que pasemos por pan al rato?". Pero cada palabra posible se le disolvía antes de llegar a la garganta. Mariana, por su parte, recordó la última vez que ella la besó con ganas: fue en un cumpleaños, casi por error, cuando alguien les gritó “¡beso, beso!”. Ella no había sentido nada. Ni el roce ni el impulso ni el calor. Nada.
Pero ahí seguían.
—¿bajan aquí? —preguntó el chófer a nadie en particular.
El camión frenó. Nadie respondió. Diana respiró hondo, por la nariz, y volvió a mirar sus rodillas. El pantalón estaba algo desgastado. Se había propuesto dejarla cuando encontrara una que le gustara más. Pero nunca encontraba una que le convenciera del todo. Lo mismo había pensado Mariana.
La ciudad seguía pasando tras los vidrios sucios: fondas, farmacias, autos detenidos. Todo seguía igual. Como ellas.
No había infidelidades. No había crueldades. Solo una erosión lenta. La costumbre como un sartén tibio que no dolía lo suficiente como para huir. Ninguna de las dos iba a dar el paso. Había algo obscenamente cómodo en ese desamor educado, en esa rutina sin sobresaltos. Eran como un florero sin flores: decorativo, olvidado, intacto.
Cuando el camión se llenó por completo, los pasajeros comenzaron a sudar con más furia. El aire se volvió espeso, el ambiente agrio. El conductor abrió un poco la puerta delantera. Algunos miraban a la pareja como si fueran culpables del calor.
Y lo eran, un poco. Porque el tedio tiene cuerpo y olor, y se transmite como el bostezo.
Al bajar en Taxqueña, ninguna se despidió. Mariana fue delante, Diana detrás. No se tocaron, no se miraron. Mariana sintió una punzada de asco, pero no por Diana. Por sí misma. Por esa incapacidad de irse. Por esa cobardía disfrazada de madurez. Pensó, como tantas otras veces, que no le pasaría nada si la dejaba. Y sin embargo, no la dejaba. Tal vez porque lo ideal ya no importaba, y lo mundano era más fácil que empezar de nuevo.
Mientras caminaban hacia la salida, sus sombras parecían unirse en el pavimento.
Nadie sabría decir si era amor, resignación o simple miedo a estar solas. Pero ambos sabían, con esa certeza tibia de lo inevitable, que mañana volverían a sentarse en el mismo asiento del mismo camión, a respirar el mismo silencio, a contagiar a otros con su desgaste.
El amor no siempre muere con un grito. A veces se pudre, callado, en una ruta sin nombre.
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