Por El Perrochinelo
Llevo treinta años bajando al vientre del monstruo. Treinta años usando la Línea 2 como quien entra a confesar sus pecados en la tripa del Leviatán chilango. De Taxqueña a Cuatro Caminos, de lunes a sábado, con la espalda torcida, la quincena agujereada y el corazón hecho pomada. Y en todo ese tiempo, en todos esos miles de trayectos apretujados, hay una cosa que siempre ha estado ahí, como los chicles en el piso y el sonido destartalado del convoy: el Mago.
Sí, así, con mayúscula: El Mago del Metro. Así lo conocen los que lo hemos visto. Y los que no, pues nomás se han perdido del único verdadero acto de magia que le queda a esta ciudad rota: ese señor flaquito, encorvado, con su saco beige que fue elegante cuando el PRI era revolución y no ruina, y su pantalón tan planchado que parece cartón. El copete alto le brilla tanto que si lo ves de frente con las lamparas del vagón, hasta te encandila.
Pero lo que más brilla son sus trucos.
"A ver, mis queridos usuarios del sistema de transporte más surreal del universo, les voy a demostrar que la ilusión todavía cabe en esta ciudad donde la esperanza se va como el aire en hora pico: sin aviso."
Así empieza. Siempre dice lo mismo. Siempre lo mismo. Siempre igualito.
Y ahí va. Que si el pañuelo que se traga y luego escupe convertido en paloma (bueno, en un pelota de goma espuma, pero uno entiende la metáfora), que si los tres aros que se entrelazan y luego se desencadenan como si fueran las relaciones tóxicas de uno. Que si la moneda que desaparece detrás de la oreja de un morrito y el morrito se ríe, y su jefa le toma la mano al Mago como si el metro no apestara a sobaco y resignación.
Pero lo bueno viene al final.
"Y ahora… el truco final. No intenten esto en sus casas, porque sus casas no tienen la misma vibra mágica del metro."
Saca la cuerda. Una de esas de tendedero, percudida pero resistente. Se la enrolla al cuello como quien se pone un recuerdo, un trauma, un grito que nunca se dijo. Tira de la cuerda. Se aprieta. Literal, se ahorca. Los chavos se quedan en silencio, las doñas se persignan, el Godínez deja de scrollear el TikTok. Y justo cuando el aire parece cortarse como con navaja… ¡plaf! La cuerda se estira fuera de su cuello, como si su piel fuera de aire. Como si no existiera. Como si no quisiera hacerle daño al viejo.
Y él se ríe. Se agarra la panza que ya nomás es puro pellejo y se ríe.
"¡Y esa fue la ilusión de la muerte, que no nos alcanza mientras aún tengamos un poquito de fantasía!"
Yo lo vi por primera vez en el 94. Cuando entre a trabajar en el archivo muerto del gobierno del D.F., cuando aún no sabía que el archivo estaba tan muerto como la ideología de sus jefes. Recuerdo muy bien que lo vi otra vez en febrero del 2000, cuando me junte y me fui a vivir a un cuarto de azotea con goteras, pero que fue uno de los mejores días de mi vida. Lo volví a ver en 2023 cuando nació mi nieto, y mi hija me abrazó como cuando ella tenía cinco años.
Pero aquí está el misterio.
Nunca ha cambiado.
Tiene las mismas arrugas apiladas una sobre otra como papel viejo. Los mismos zapatos tan boleados que parecen espejos. La misma sonrisa con sus grandes dientes, los mismos ojos diminutos que se esconden detrás de un mundo que sólo él parece conocer.
Una de esas tantas veces que lo vi, me animé. Lo seguí. Me bajé en Pino Suárez detrás de él. Caminó entre los puestos, saludando a los franeleros y a los que venden películas pirata como si fueran compas de toda la vida. Cruzó entre la maraña de autos, peatones, bicitaxis y puestos en el suelo, hasta que se metió en una vecindad antigua. Yo me asomé. Nada. Nadie. Ni rastro.
Como si nunca hubiera existido.
O como si fuera parte de la propio ciudad. Como si ella lo hubiera inventado para que no perdiéramos del todo la fe.
Hoy lo volví a ver. Se subió en Bellas Artes, en dirección a Tasqueña. Me miró. Me sonrió. Y me dijo, como si supiera todo de mí:
“Mientras sigas subiéndote, yo aquí voy a estar. Pa’ que no se te olvide que la ciudad todavía tiene trucos chidos.”
Y se bajó en Ermita, entre empujones, como cualquier hijo del caos.
Yo me quedé ahí, sentado, viendo cómo su figura se desvanecía entre la gente. Y por primera vez en muchos años, no sentí que el metro fuera una condena. Lo sentí como un teatro. Y nosotros, los pasajeros, los actores de una obra que aún se puede cambiar.
Porque aunque el vagón huela a sudor viejo y a sueño muerto, el Mago del Metro sigue haciendo su acto. Y mientras él lo haga, algo de esperanza, sigue viva en esta ciudad.
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