Por Félix Ayurnamat
Desde hace años constantemente me hago una pregunta: ¿para quién hablamos cuando hablamos de arte? ¿Quién tiene derecho a mirar, a interpretar, a decir qué vale y qué no? Porque si algo he aprendido en mi vida como artista y como espectador es que el arte no es un lenguaje neutro. Está atravesado por el poder, la historia y las condiciones materiales de quienes lo producen, lo enseñan, lo venden y lo legitiman.
Durante mucho tiempo, la historia del arte se nos presentó como un relato universal, con mayúsculas, donde lo europeo, lo blanco, lo masculino y lo burgués eran la norma. Como si no existiera nada más allá de los museos parisinos o las academias italianas. Como si las tramas textiles de Oaxaca, los murales de barrios obreros, las danzas africanas, las procesiones andinas o los grafitis de la periferia no fueran también formas complejas de pensamiento visual.
Por eso creo que urge una crítica del arte desde una mirada social, descolonizada y popular. No como moda ni como corrección política, sino como una forma de justicia. Porque las imágenes, construyen el mundo tanto como lo representan. Y cuando solo una parte del mundo tiene voz para interpretarlas, el resto queda en silencio.
Desde este punto de vista, el arte deja de ser una mercancía elitista o un objeto decorativo, para convertirse en un campo de batalla simbólico. ¿Qué cuerpos aparecen en las obras? ¿Qué historias cuentan? ¿Desde qué lugares se producen? ¿Quién las mira y en qué condiciones? Estas preguntas no son secundarias; son el núcleo de una crítica con conciencia.
Es necesario repensar los marcos desde donde se interpreta la producción visual. Debemos analizar cómo las imágenes han servido para consolidar jerarquías de género, raza y clase. Esta idea no es nueva, pero sigue sin aplicarse de forma general en la enseñanza ni en la crítica dominante.
Es importante entender que lo popular no es lo opuesto a lo culto, sino otro sistema de producción simbólica, con sus propias reglas. Las expresiones culturales populares no deben verse como folklore pasivo, sino como prácticas activas que interpretan el presente con herramientas propias.
He aprendido mucho más escuchando a los colectivos de artistas urbanos, a los bordadores de resistencia, a las pintoras comunitarias, que en cualquier clase magistral. No porque el conocimiento académico no tenga valor, sino porque hay saberes que se construyen desde la experiencia encarnada, desde el dolor social, desde la urgencia política. Cuando una madre pinta el rostro de su hijo desaparecido en una manta, está produciendo un acto estético y político. Cuando una comunidad afrodescendiente rescata sus danzas rituales, está desafiando siglos deimposición.
La crítica del arte, si quiere ser relevante, tiene que abrirse a estos lenguajes. No se trata de abandonar el estudio formal, ni de dejar de analizar la técnica o la composición, sino de entender que esos elementos no son neutros. Detrás de cada obra hay condiciones materiales, relaciones de poder, historias que merecen contarse con todas sus complejidades.
También pienso en el papel que juega el espectador. Porque cuando vemos arte desde una perspectiva crítica, lo que hacemos no es simplemente "entender" una obra, sino preguntarnos qué nos dice del mundo, qué oculta, a quién incluye o excluye. En ese sentido, la crítica es también una forma de pedagogía. No le pertenece solo a especialistas, sino a cualquiera que quiera mirar con conciencia.
Invito a quienes leen esto a preguntarse: ¿Qué artistas conocen fuera del canon occidental? ¿Qué museos visitan y a quiénes representan? ¿Qué lugar ocupa el arte popular en sus referencias? Porque el arte puede ser muchas cosas, pero sobre todo, puede ser una herramienta para imaginar mundos distintos. Y en un país como México, donde las desigualdades son profundas, creo que tenemos la responsabilidad de que la crítica no solo mire hacia arriba, sino también —y sobre todo— hacia abajo, hacia los márgenes, hacia los bordes donde muchas veces late con más fuerza la creatividad.
No se trata de romantizar la pobreza ni de idealizar lo "autóctono", sino de reconocer que hay múltiples formas de hacer, de mirar y de decir. Y que todas merecen ser escuchadas.
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