Por Terrornauta
Transcripción del relato de una radio escucha anónima del podcast de terror "SOMBRAS NOCTURNAS"
23 de marzo 2012
Nadie me creyó cuando les conté lo que pasó. No me extraña. Yo misma no lo habría creído hace dos años, cuando recién me mudé a ese departamento remodelado en la San Rafael. Con techos altos, luz natural, y ese falso aire industrial que los corredores inmobiliarios llaman “vintage”. Decían que antes era una vecindad. Que ya no quedaba nada de eso. Mentira.
Desde la primera semana empecé a notar cosas raras. Cambios pequeños. Mis llaves no estaban donde las dejaba. El gas se abría solo. Las plantas que puse en la ventana amanecían rotas. Pensé que era el gato de la vecina, o quizá que vivía demasiado estresada como para recordar mis propios pasos. Me reí de mí misma. Hasta que empecé a oír las risas.
Primero en la madrugada, luego en la tarde. Risas de niños. Suaves, lejanas, como si jugaran a las escondidas entre las paredes. Y golpes. Pasitos. Carreras diminutas. Pero el edificio estaba casi vacío, ocupado por diseñadores, foráneos, parejas sin hijos. Nadie tenía niños ahí.
Una noche me desperté con la sensación de que alguien me jalaba el brazo. No había nadie. Pero al lado de mi cama, una línea de huellitas de lodo seco marcaba el suelo hasta la cocina. Eran huellas pequeñas. De pies descalzos. Demasiado pequeñas.
Intenté ignorarlo. Me volví más cuidadosa. Dormía con luces encendidas. Dejé sal en las esquinas, como me dijo una señora de un mercado. Pero ellos estaban ahí. Burlones. Invisibles. Me escondían la cartera, dejaban juguetes que no eran míos. Una vez encontré un trompo girando solo en la sala. A veces me hablaban. Sus voces eran susurros que venían del desagüe, del clóset, del horno apagado. Me decían que ese era su lugar. Que yo no entendía. Que debía irme.
Fui con una psicóloga. Me dijo que era estrés postraumático. Que el cambio de ciudad, el trabajo freelance, la soledad. Tomé pastillas. Pero nada cambió. Ellos seguían ahí.
Entonces conocí a una señora, doña Licha, que vendía tamales en la esquina. Cuando le conté lo que pasaba, me miró raro, pero no sorprendida.
—Esos no son niños —me dijo—. Son chaneques. Pequeños guardianes. Están enojados porque ustedes llegaron sin permiso. Tumbaron su casa. Taparon su tierra. Por eso juegan contigo. Pero si no los respetas, no sólo juegan.
Le pedí que me ayudara. Me dio un amuleto y me enseñó a dejarles ofrendas: dulces, flores, juguetes usados. Lo hice. Funcionó. Por un tiempo.
Pero cometí un error. Llamé a una amiga arquitecta. Le pedí que hiciera reformas. Quería abrir un muro para poner una ventana más grande. Durante la obra, encontramos cosas enterradas: figuras de barro, huesitos, una caja con fotos antiguas de niños.
Desde entonces ya no fue un juego.
Mi amiga cayó por las escaleras del edificio sin razón. El gato de la vecina desapareció. Yo empecé a escuchar los juegos dentro de mi cabeza, incluso fuera del departamento. En el metro. En la calle. En sueños.
Cambié de casa, claro. Pero ya no me dejan. Me siguen. Me mueven las cosas. Oigo sus pisadas. Me despiertan a las tres. Nadie me cree. Mis amigos dicen que necesito terapia. Pero yo sé lo que vi. Lo que sentí.
Y lo peor es que empiezo a entenderlos. El enojo. El juego cruel. La necesidad de que alguien escuche.
Yo también me estoy volviendo una presencia. Una sombra. Un eco. Tal vez eso es lo que hacen: no matan. Te convierten. Te atrapan. Para que sigas jugando con ellos. Para siempre.
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