Por TPS
Había una vez, en un barrio donde la renta subía más rápido que la conciencia de clase, una joven llamada Luna Mar —nacida Lucía Margarita Ramírez Peña— que decidió ser libre: libre de horarios, de trabajo fijo, de shampoo comercial y de cualquier atisbo de autocrítica.
Luna Mar no era como los demás. Se describía como “ciudadana del mundo” aunque nunca había salido de su país. Su especialidad era gritar contra el imperialismo con un vaso de matcha importado en la mano y una tote bag que decía “¡No a la gentrificación!”, regalo de una galería eco-chic financiada por un consorcio minero canadiense.
Su corazón era noble, su alma era kitsch y su confusión, infinita. Cada protesta light y de moda contra lo que fuera, era para ella una oportunidad de mostrar su impetu de lucha... y de ligarse a algún extranjero de ojos claros.
Porque si algo la movía más que la justicia social, era la posibilidad de que un wero con barba le dijera: “Your Spanish is so exotic”.
Cuando no marchaba, soñaba con estudiar en la Sorbona, hacer su maestría en Nueva York, vivir en Berlín, o retirarse joven en un bosque de Oregon “donde no haya tanto mexicano gritón”. Pero mientras tanto, colgaba en su Instagram fotos de su última pancarta con la consigna:
“¡¡Fuera gringos de México!! #anticolonial #freePalestine #Namaste”
Una tarde, la invitaron a una asamblea radical contra la gentrificación. Ahí conoció a Hans, antropólogo austriaco con dreadlocks, que estaba haciendo un doctorado sobre “el uso ritual de las quesadillas sin queso en zonas urbanas de la CDMX”. Ella se enamoró perdidamente de su acento, de sus Birkenstocks y de su mirada profunda (profunda como su ignorancia de todo contexto).
Hans la invitó a su loft de techos altos, justo donde antes vivía una familia de siete. Le mostró su tesis sobre “el trauma poscolonial de los memes latinos” y ella, entre suspiros y gritos antiimperialistas, terminó abrazando la lucha… desde la azotea gentrificada con vino orgánico.
Pasaron los meses, y Luna Mar se volvió una figura influyente en círculos de protesta. Le invitaban a foros, a paneles, a talleres donde solo hablaba ella. Le pagaban en likes y en boletos de avión a festivales de descolonización en el primer mundo.
Lo que nunca notó fue que su propio discurso había sido adoptado con gusto por ciertos políticos locales —blancos, católicos y reaccionarios— que, usando sus mismos gritos, comenzaron a cerrar espacios culturales, negar becas a estudiantes extranjeros y criminalizar la diversidad.
Un día, la invitaron a una marcha donde terminó escoltada por un grupo de neonazis de Tepoztlán que gritaban:
“¡México para los mexicanos y las mexicanas naturales, como los de Instagram!”
Entonces Luna quiso hablar, quiso aclarar, quiso explicar que ella no era como “ellos”.
Pero su voz ya no salía. Se había quedado afónica de tanto gritar sin pensar.
Ni Hans la reconoció.
Ni nadie la escuchó.
Y así, entre murmullos, hashtags y contradicciones, desapareció de la escena…
Hasta que una alumna de comunicación social la citó en su tesis sobre “la ironía posmoderna de la izquierda gourmet”.
Moraleja:
Quien confunde el grito con el pensamiento, termina siendo eco del enemigo. Y quien protesta contra el fuego con gasolina perfumada, sólo ayuda a que arda más bonito.
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