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Resonancias: Trump vs el mundo

Por TPS

Donald Trump no es un político, sino un espejo deformado de lo que el poder imperial siempre fue. Su estilo grotesco, su bravuconería y sus amenazas abiertas no son una anomalía dentro de la política estadounidense; son, más bien, la sinceridad brutal del sistema. Lo que antes se disfrazaba con diplomacia, él lo dice sin filtro. Y eso, paradójicamente, lo hace tan peligroso como revelador.

Desde que volvió a ocupar el centro del escenario político, Trump ha retomado sus viejas estrategias: amenazas militares, choques comerciales y discursos nacionalistas que apelan al resentimiento de su base interna. Lo vimos cuando anunció el despliegue de su flota cerca de Venezuela, como si el Caribe fuera todavía su patio trasero. Aquella maniobra no tenía ningún objetivo realista más allá del espectáculo político. No se trataba de “defender la salud de los norteamericanos”, sino de reafirmar el dominio histórico de Estados Unidos sobre América Latina, ese viejo reflejo colonial que considera el sur como una zona de castigo y obediencia.

Cuando Trump amenaza a Venezuela, no está hablando sólo de petróleo, aunque el petróleo siempre esté detrás. Está hablando a su electorado, diciéndole: “Nosotros seguimos mandando”. Es un mensaje de poder hacia dentro, no hacia afuera. El mismo patrón se repite con sus ataques al presidente Gustavo Petro: desprecio hacia un líder latinoamericano que habla de transición ecológica, de soberanía, de redistribución. Para Trump y su entorno, esas ideas son anatema; representan el fantasma de un mundo donde los pueblos del sur decidan por sí mismos. No lo soportan.

Lo que más me preocupa es que Trump no amenaza solo a los adversarios clásicos del imperio, como Rusia o China, sino también a sus socios más cercanos. Su idea de “romper” relaciones comerciales con Canadá es un ejemplo de esa lógica de aislamiento que mezcla nacionalismo económico con ignorancia histórica. Canadá, uno de los principales aliados de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, es tratado por Trump con el mismo desprecio con que se trata a un enemigo. Porque, en su mente, el mundo no se organiza por alianzas o principios, sino por transacciones y humillaciones. Si no te sometes, eres una amenaza.

Y así llegamos al otro frente: Rusia y China. Aquí, su estrategia es una mezcla de contradicción y cálculo. Trump no busca una guerra abierta, pero utiliza la escalada verbal y las sanciones como parte de su show político. Le interesa mostrarse fuerte frente a dos potencias que cuestionan el dominio estadounidense, pero sin comprometerse en conflictos que puedan desgastar su imagen interna. Por eso habla de “poner en su lugar” a Rusia y “frenar a China”, pero al mismo tiempo mantiene líneas de negociación que benefician a sus grupos empresariales. Es el viejo imperialismo adaptado al marketing de campaña.

En el fondo, lo que Trump propone es un retorno a un orden mundial abiertamente jerárquico, sin máscaras liberales ni discursos de derechos humanos. Una política exterior basada en el chantaje y la intimidación. Y lo más irónico es que, mientras lo acusan de “romper el orden internacional”, en realidad sólo está exponiendo la hipocresía de ese orden. Él no lo destruye: lo desnuda.

El tipo de "liderazgo" de Trump nos muestra algo más profundo: el agotamiento del modelo civilizatorio occidental. El capitalismo, en su fase más desesperada, ya no necesita convencernos de que su proyecto es justo. Le basta con imponerse por la fuerza. Trump es la voz de ese capitalismo decadente que ya no sabe mentir bien.

¿Qué debería hacer América Latina ante eso? No caer en el miedo, pero tampoco en la ingenuidad. Trump no es solo una persona; es la representación de una estructura que lleva siglos extrayendo, dominando y subordinando. Si amenaza a Venezuela, si agrede a Petro, si desprecia a Canadá, si escala con Rusia o China, es porque su proyecto político no conoce otra forma de afirmarse que no sea la del enemigo. Y eso, desde una perspectiva anticolonialista, nos muestra que la única respuesta posible es la integración, la soberanía compartida y la memoria histórica.

Lo que está en juego no es sólo la estabilidad de la región, sino el sentido mismo de la justicia internacional. Porque cuando un líder que ha hecho del racismo, el extractivismo y el autoritarismo su marca personal amenaza con redesplegar flotas y sanciones, lo que se está activando no es una estrategia racional: es una pulsión imperial, una nostalgia de dominio que debería haberse extinguido hace mucho tiempo.

Yo miro este escenario con preocupación, pero también con claridad. Porque en la violencia de Trump se revela la fragilidad del imperio. Y en la dignidad de los pueblos que resisten, sigue viva la esperanza de otro orden posible: uno donde la justicia no dependa de los barcos que patrullan nuestros mares, sino de la conciencia que nos une desde abajo, desde la tierra y la historia compartida.

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