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Historias perdidas: Don Joaquín y su imán milagroso

Por El Perrochinelo

Dicen que cada quien tiene su imán para la vida. Don Joaquín, literal, sí lo tiene. Un pedazo de imán redondo, amarrado con un hilito viejo que alguna vez fue cordón de zapato, con el desde hace veinte años se dedica a recorrer las calles buscando pedacitos de metal. Tuercas, clavos, tornillos, rondanas… lo que caiga. Él dice que todo sirve, que el metal es como la gente: aunque esté oxidado, todavía tiene peso.

A sus setenta y tres años, Don Joaquín ya no corre, pero camina con paso firme, como quien ya conoce el ritmo de la ciudad. Sale temprano, cuando apenas se asoma el sol entre los cables y los tinacos. “Pa’ ganarle al tráfico y al calor”, dice. Con su morralito colgado al hombro, se lanza de la colonia Doctores hasta llegar a los límites de la Obrera, y de ahí se sigue al rumbo de la Morelos. Lo saludan las de los tamales, los de la refaccionaria, los mecánicos que ya lo conocen de años.

—¿Qué tranza, Don Joaquin? ¿A recoger fierros otra vez? —le grita uno desde un taller.
—Pos qué más, chamaco. Ustedes tiran y yo levanto. Así nos ayudamos todos.

Y es cierto. Don Joaquín no roba, no pide, no estorba. Va pescando con calma, pegando su imán al suelo. El hilito baila como pescando, y cuando el imán da el jalón, se oye el “clic” de algún metalito que se le pega. A veces son varios, a veces nada. Pero él no se desespera. “El secreto está en tener fe”, dice.

Lo curioso es que, mientras trabaja, Don Joaquín parece ir recogiendo no sólo metal, sino pedazos de historias. Afuera de un taller escucha a un chavito que le cuenta a su cuate cómo lo dejó su novia; más adelante, una señora se queja de los precios del gas; en la esquina, dos morros platican que ya se van a meter de ayudantes de albañil. Todo eso lo escucha mientras el imán sigue su danza sobre el pavimento.

Una vez, una muchacha de unos veinte le preguntó si no se cansaba de hacer eso todos los días.
—Pos mire, señorita —le dijo, sin dejar de ver su imán—, la gente cree que trabajo recogiendo fierros… pero en realidad lo que junto son pedacitos de la ciudad. Cada clavo tiene su historia, cada tornillo tiene una chamba atrás. Yo los limpio y los vendo, sí, pero también me quedo con lo que significan.

La muchacha se quedó callada. Don Joaquín siguió su camino, como si nada.

Cuando cae la tarde y ya el cuerpo le truena de tanto caminar, se sienta en la banqueta, frente a un puesto de jugos, a descansar. Ahí saca de su bolsa unos panecitos y los comparte con los pajaritos que se le acercan.
—No se me rajen, compas. Hoy también les fue bien —les dice, riendo.

Al final del día, el morralito siempre lleva lo suficiente para vender y sacar para su comidita y su renta. Vive solo, en un cuartito de lámina en la Santa Julia, pero no se queja. Tiene su radio viejito, su cobija gruesa y una foto deslavada de su difunta esposa, a la que todavía le platica cómo estuvo su día.

Antes de dormir, siempre acomoda el imán junto a la cama.
—Hasta mañana, mi socio, a ver qué encontramos —le dice, dándole un golpecito cariñoso.

Y así, cada día, Don Joaquín sale otra vez a caminar la ciudad. Nadie lo nota mucho, pero si uno lo sigue, puede ver cómo su imán va dejando un pequeño rastro invisible: el de alguien que, entre fierros, polvo y risas, todavía cree que la vida tiene su propio brillo, aunque esté oxidado.

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