Por El Perrochinelo
El Metro olía a fierro viejo, sudor y el último cigarro fumado a escondidas. No importaba la línea, todas tenían el mismo aroma a prisas, a chamba mal pagada y a esa resignación chilanga de “ni modo, aquí nos tocó vivir”.
Jorge se acomodó la guitarra, echó un respiro y le dio un rasgueo. No necesitaba gran escándalo para hacerse notar. Conocía bien el truco: arrancar con una rola que la gente no pudiera ignorar.
—Señoras, señores, buenas tardes… un cachito de música pa’l alma, pa’ que el día se haga menos pinche…
Algunas cabezas se giraron, pero la mayoría ni lo peló. Él ya sabía que era parte del paisaje: lo mismo que los vendedores de pomadas, los voceadores de “¡va calado, va garantizado!”, o los que nomás iban de vagón en vagón diciendo que tenían hambre y Dios los bendiga.
Rasgó la guitarra con calma, dejó que la voz saliera natural:
—"Y te voy a olvidar… aunque me cueste la vida… y aunque me cueste el llanto… yo te juro que te tengo que olvidar…"
Una señora apretó los labios y miró al suelo. Un don en uniforme de intendencia suspiró. Una chava que iba con los audífonos puestos se los quitó, como si algo en la letra la hubiera jalado.
Jorge sonrió. Sabía lo que pasaba: la música abría puertas en la cabeza de la gente.
Desde morro lo entendió. Las mejores rolas de su vida las había escuchado los sábados en su casa, cuando su mamá barría y cantaba con la radio a todo volumen. Rocío Dúrcal, Los Panchos, José José… Él se quedaba en la sala, mirándola en secreto, viendo cómo se movía de un lado a otro con la escoba, suspirando en los coros, como si cada canción le hablara nomás a ella.
Él había aprendido a cantar ahí, entre el jabón Roma y la cubeta con agua jabonosa.
Ahora le tocaba ser la radio de otros.
Siguió con otra, un bolero de los que duelen. La gente no aplaudía ni le echaba flores, pero en los ojos de algunos se veía ese brillo chiquito, esa grieta por donde se colaba el recuerdo.
Al final del vagón, un señor con chamarra de mezclilla se le acercó y le dio un apretón de manos.
—Gracias, chavo… Esa me la cantaba mi jefita…
Jorge le sonrió.
—Pa’ eso es la música, ¿no?
El tren se detuvo. Bajó en Hidalgo y caminó hasta la Alameda. Había mucha gente sentada en las bancas, chamacos corriendo, un vendedor de algodones de azúcar gritoneando su oferta.
Eligió su esquina favorita, la de siempre. Se acomodó, afinó la guitarra.
No importaba si la ciudad iba a toda velocidad. Siempre había alguien dispuesto a detenerse. Siempre había una canción esperando encontrar a su dueño.
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