Por TPS
En un lejano país que se autoproclamaba el más libre y poderoso del mundo, gobernaba un hombre que, aunque había sido elegido presidente, se creía rey. No cualquier rey, sino el más grande, el más brillante, el más… naranja. Tenía la piel del color de un cheeto y el cabello como pelo de elote transgénico. Su corazón, en cambio, era de puro egoismo. No amaba a nadie, salvo su reflejo y su campo de golf. Se hacía llamar "El Soberano", aunque sus súbditos, en susurros ahogados, lo llamaban "El payaso de la Casa Dorada".
Odiaba a casi todos, pero especialmente a aquellos que no eran como él: altos, rubios y con el mismo tono de piel que un langosta cocida. Soñaba con un mundo donde todos fueran iguales a él, aunque, irónicamente, nadie más podía ser tan "único" como él. Pero, sobre todo, odiaba a los que se atrevían a recordarle que el mundo no giraba alrededor de su ombligo bronceado artificialmente.
Desde su trono ovalado, en bata de seda con sus iniciales bordadas, decretó que la mejor forma de gobernar era haciendo berrinches públicos. Así, decidió amenazar a todos sus aliados: si no hacían lo que él quería, les pondría aranceles tan altos que sus quesos, vinos y automóviles se volverían objetos de lujo al alcance solo de los magnates que le aplaudian.
El Soberano, en su delirio de grandeza, soñaba con expandir su reino. Tenía grandes planes. Soñaba con robarse Groenlandia para explotar sus recursos. También quería el Canal de Panamá, no porque lo necesitara, sino porque le gustaba la idea de tener un atajo gigante para sus yates. Y, por supuesto, quería reubicar a dos millones de personas víctimas de una guerra genocida, para construir otro resort en sus tierras, regenteado por sus por sus hijos y sus yernos.. "¡Qué idea tan brillante!", se decía a sí mismo cada noche, mientras se contemplaba en el espejo.
"¡Esos territorios serán míos!", proclamaba el Soberano, ajeno a las risas ahogadas de su pueblo.
A su lado siempre estaba su asesor, un hombre que era parte empresario, parte profeta del apocalipsis y parte robot. Un hombre pequeño pero con un ego tan grande que podía eclipsar al sol. Este hombre, conocido como "El Barón de la Austeridad", era el más rico del mundo y se deleitaba en recortar todo lo que pudiera: empleos, servicios públicos, esperanzas y sueños. Juntos, formaban una pareja tan tóxica que hasta los hongos se alejaban de ellos. Este asesor le susurraba al oído: —Recorta todo. Si la gente está ocupada sobreviviendo, no tendrá tiempo para protestar.
El Barón de la Austeridad recortaba y recortaba, dejando a millones sin empleo y a otros tantos en la miseria. "¡Es por su propio bien!", decía el Barón, mientras contaba sus billones en una habitación llena de pantallas que mostraban gráficos de caídas económicas. "¡El mercado se regulará solo!", gritaba, aunque el único que parecía regularse era su cuenta bancaria.
Mientras tanto, millones en el país del presidente-rey perdieron sus trabajos. La clase media fue desapareciendo más rápido que los hielos de Groenlandia, y la vida de muchos se volvió una lucha diaria por pagar la renta o una aspirina.
El presidente se reía en sus banquetes, rodeado de carne dorada y pasteles con su rostro. —Esto es el sueño americano —brindaba. —Para los que sueñan como yo, claro.
Un día, decidió que era momento de poner aranceles a sus aliados, insultar a los líderes mundiales en los foros y enviar tuits furiosos a sus detractores, exigiendo que se hiciera su voluntad de inmediato. Pero, para su sorpresa, nadie cedió. Los aliados se cansaron de sus bravuconadas y comenzaron a ignorarlo. Groenlandia se rió de él. Y el Canal de Panamá simplemente lo bloqueó.
El Soberano, como un castillo de naipes derrumbado, se vio reducido a la nada. Su consejero, como una rata que abandona el barco que se hunde, huyó con su fortuna mal habida. Y el pueblo, como un gigante que despierta de un largo sueño, se levantó y derrocó al payaso de la Casa Dorada.
MORALEJA: El que vive en un castillo de naipes, termina gobernando solo su propio reflejo. Y aquellos que construyen su poder sobre la miseria ajena, tarde o temprano, caen bajo el peso de su propia avaricia.
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