Por Luis B.
El sol era perfecto. Siempre lo era.
Un disco de luz calibrado para no herir los ojos, derramando su calidez exacta sobre los techos blancos de las casas uniformes. Ni una sola nube. Ni un solo viento molesto. Todo calculado para que el día fuese eterno y amable.
Rodrigo se levantó con la alarma de halagos. Un coro grabado de frases juveniles que desde los altavoces integrados en las paredes te decían lo maravilloso y bello que eras. Era el sonido que anunciaba el comienzo de las transmisiones. Los mensajes optimistas, constantes, penetrantes, se deslizaban bajo las puertas y entre las rendijas de las ventanas. Nadie recordaba el silencio.
Abrió las persianas con un comando. El barrio lucía radiante, idéntico a la imagen en los folletos de la JOI (Junta de Optimismo Internacional). Vecinos sonreían en sus jardines, regando flores que no crecían. Solo pantallas con hologramas de pétalos brillantes. Todos felices. Siempre felices.
Rodrigo no encendió la suya. Prefería su maceta vieja con tierra verdadera, aunque la planta ya estaba seca. Le gustaba pasar los dedos por el tallo quebradizo. Sentir su fragilidad. Era lo único que aún le daba una textura que no pertenecía al espectáculo.
La cultura del éxito y la felicidad había ganado.
Hace años, cuando el Movimiento Optimista arrasó en las urnas, prometieron acabar con la depresión, la tristeza y la nostalgia de las generaciones anteriores. Los viejos valores —la duda, la crítica, la introspección— fueron identificados como síntomas de tristeza y, por tanto, peligrosos. Los ancianos murmuraban en los parques, pero fueron reubicados; primero a hospitales alegres, luego a pabellones recreativos donde se les administraban dosis constantes de euforia audiovisual hasta que dejaban de resistir.
El placer era el nuevo orden.
El dolor, la tristeza y la duda eran enfermedades del pasado.
Rodrigo trabajaba en la DPA (División de Programación Afectiva). No creaba contenido; simplemente calibraba los índices de felicidad. Cada emisión debía alcanzar niveles exactos de estímulo para que nadie, jamás, se cuestionara nada. El margen de error era mínimo. Si alguien dejaba de estar feliz durante más de tres días seguidos, desaparecía.
Esa mañana, su jefa le envió un mensaje con su avatar sonriente:
—Tus niveles de felicidad están bajando. ¿Todo bien?
Rodrigo respondió con un pulgar arriba. Siempre funcionaba.
Pero no estaba bien.
Desde la muerte de Lucía, su esposa, había empezado a escuchar cosas.
Cuando se quedaba solo en casa, tras las emisiones, había noches en que le parecía oírla susurrar su nombre. Al principio creyó que eran interferencias del sistema de sonido ambiental. Luego, pensó que era su imaginación, cansado por la constante positividad artificial.
Pero las voces persistían.
Y, lo más extraño, cuando apagaba todas las pantallas, cuando desconectaba los dispositivos ilegales que había conseguido en el mercado clandestino —máquinas que ofrecían breves minutos de silencio real—, la escuchaba más claro.
Lucía, su voz verdadera. No el holograma que el Gobierno le ofreció tras su fallecimiento. Esa copia digital, siempre jovial, no tenía nada de ella. La auténtica Lucía tenía pausas. A veces tartamudeaba. Susurraba cosas amargas después de un día dificíl. Eso no podía replicarse.
Por eso, Rodrigo había conservado un objeto que se consideraba subversivo: un libro. No era digital. Era de papel, gastado, con anotaciones de Lucía en los márgenes. Lo escondía en un compartimento tras el refrigerador. Cada noche lo sacaba y acariciaba sus páginas. La textura rugosa le recordaba que hubo un tiempo en que el mundo no era tan liso, tan brillante.
Aquella tarde, tras ver un especial de tiktokers que hablaban de ser felices para alcanzar el exito, apagó su consola antes de tiempo. Eso estaba prohibido. Pero el murmullo de Lucía fue más fuerte.
Fue hasta la ventana. Observó a sus vecinos seguían sonriendo frente a sus televisores. Pero había algo aterrador en sus rostros. Una inmovilidad en sus labios estirados. Como si la alegría se hubiese petrificado. Como si el músculo de la tristeza se hubiese atrofiado para siempre.
Entonces lo escuchó.
Por primera vez no fue un susurro.
—Rodrigo… ¿me ves?
Volteó.
No había nadie. Solo su reflejo en la pantalla apagada. Pero detrás de su imagen, como un parpadeo en la estática, creyó ver la sombra de Lucía.
Su corazón se aceleró.
Corrió a la cocina. Sacó el libro y lo abrió. En la última página, donde Lucía había escrito su nombre, la tinta parecía más oscura. Como si acabara de ser escrita.
El eco de las risas volvió. Ahora más fuerte, como una advertencia.
Rodrigo cerró el libro de golpe. El sonido estalló como un disparo en el silencio.
Al día siguiente, en el trabajo, su jefa sonreía más de lo normal.
—Rodrigo… recibimos un reporte. Tu hogar emitió ondas de tristeza. ¿Estás seguro de que todo va bien?
El sudor le recorrió la espalda.
—Sí, claro. Quizá fue una mala conexión.
La jefa lo miró fijamente, con esos ojos jóvenes, plásticos.
—Bien. Ya sabes que queremos verte feliz.
Volvió a casa esa noche, sabiendo que lo vigilaban. Pero también sabía que, en algún rincón de la estática, Lucía aún existía. Tal vez era su mente rota. O tal vez era algo más: un fragmento de la vida real que se resistía a desaparecer.
Se sentó en la oscuridad.
Dejó el libro sobre sus rodillas.
Y esperó.
Las risas continuaban afuera. Eternas. Perfectas.
Pero en el fondo, en el borde del sonido, escuchó otra vez su nombre.
No sonrió.
Tampoco lloró.
Solo permaneció ahí, sintiendo el peso de lo que quedaba del mundo.
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