Había una vez un policía llamado Carmelo "El Gallo" Guzmán, cuya filosofía de vida era sencilla: si las palabras no bastaban, las balas hablaban por él. No había discusión, desacuerdo o simple conversación trivial que no pudiera resolver con una amenaza bien colocada y un gesto hacia la funda de su pistola.
—El respeto se gana con miedo —solía decir mientras acomodaba su placa en el cinturon.
En su casa, su hija adolescente, Brenda, lo veía como el modelo a seguir. Para ella, la manera en que su padre "negociaba" en la calle era la única forma correcta de resolver cualquier problema. Si la maestra le bajaba puntos en un examen, bastaba con levantar la voz y dejar caer la frase:
—¿Está segura de que quiere seguir con esta conversación?
Si alguna amiga no la invitaba a una fiesta, mandaba mensajes amenazantes, y en más de una ocasión, llevó un cuchillo en la mochila "por si acaso".
—Mira, mija, el mundo es de los que se imponen —le decía Carmelo con orgullo, mientras la llevaba a la escuela en su patrulla.
Todo marchaba bien para ambos hasta que una tarde, Carmelo tuvo un roce con un tipo en el estacionamiento de un lujoso restaurante. Un auto le bloqueaba el paso, y cuando el valet tardó más de lo debido en moverlo, aplicó su método infalible.
—Mire, pendejo, no sé si usted entienda bien cómo funciona esto, pero yo siempre tengo la última palabra. —Dicho esto, llevó la mano a la funda de su pistola, listo para zanjar el asunto.
Pero, para su sorpresa, el hombre frente a él ni se inmutó. Vestía un traje carísimo y lo miraba con esa mezcla de hastío y superioridad reservada para los que creen que las reglas no aplican para ellos.
—Ah, qué coincidencia, oficial —dijo el desconocido con una sonrisa afilada—. Yo también tengo la última palabra.
Antes de que Carmelo pudiera reaccionar, sintió el peso de tres guaruras detrás de él y, segundos después, el frío de las esposas en sus muñecas.
—Mucho gusto, agente —continuó el hombre mientras le mostraba su credencial—. Soy el fiscal de la ciudad. Y parece que lo acusare de abuso de autoridad.
A Brenda, que vio todo desde el asiento trasero del auto del “Gallo”, se le heló la sangre. Por primera vez, comprendió que en el mundo existían hombres más poderosos que su padre y que el miedo solo funcionaba hasta que alguien con más poder decidía no tenerle miedo.
A Carmelo lo suspendieron del cuerpo policiaco, y pasó los siguientes años en litigios tratando de demostrar que todo había sido "un malentendido".
Brenda, por su parte, aprendió una valiosa lección: cuando lo único que has aprendido es a amenazar, un día te encuentras con alguien que actúa y te destruye.
Moraleja: Quien solo sabe hablar con balas, tarde o temprano encuentra a alguien con más municiones.
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