Por: El Perrochinelo
La doctora Montes era un tapón de alberca. Bajita, delgadita, con su bata siempre bien planchada, las mangas aremangadas hasta el codo y un estetoscopio que parecía quedarle grande. Nadie le daba más de veinticinco años, pero ella ya había visto lo suficiente como para saber que la medicina no estaba en las cajas de antibióticos, sino en lo que la gente traía atorado en el pecho.
—A ver, doña Chayo, ¿qué le duele?
—Pos aquí, doctora… como que me aprieta el pecho, pero no es tos ni gripa… nomás me agarra así, de la nada…
La doctora Montes la escuchó con calma. No sólo con los oídos, también con los ojos: el suéter tejido ya bien guango, las manos resecas de tanto lavar ropa, la mirada de quien carga más de lo que dice.
—¿Y cómo ha estado en su casa?
Doña Chayo apretó los labios.
—Pos ahí… mi hija, la más chica, se fue con un cabrón y nomás no me llama. Y mi viejo, pues… desde que lo corrieron, está ahí nomás viendo la tele… Ya casi ni me habla.
La doctora Montes asintió.
—¿Y desde cuándo siente la presión en el pecho?
—Desde que se fue mi hija…
No necesitaba estetoscopio para diagnosticar eso.
Le recetó un té, unas gotitas para la ansiedad y, lo más importante, le dijo:
—Si puede, venga a platicar cuando quiera, doña Chayo. A veces no es el cuerpo el que necesita medicina, sino el corazón.
La señora le sonrió por primera vez.
Así era casi diario. Llegaban con gastritis, con dolor de cabeza, con insomnio, con achaques que no se curaban con pastillas, sino con alguien que los escuchara.
El consultorio era pequeño. Tenía la típica mesa con el dispensador de gel pegajoso, un poster raído con el esquema de vacunación y una cajonera donde guardaba su botiquín. Pero para la gente, ese cuartito de la farmacia de la esquina era lo más cercano a un confesionario.
—Doc, ¿por qué será que ya no duermo?— le preguntaba don Javier, un ruquito que llevaba años vendiendo chicles en la esquina de la panadería.
—Doc, ¿cree que el estrés haga que me arda el estómago?— le decía Brenda, una mamá soltera que tenía tres chamacos y dos trabajos.
—Doctora, ¿cómo se quita el miedo?— le preguntó un chavito una vez.
Ella sólo les daba recetas que no se compraban en la farmacia: sal a caminar, platica con alguien, suelta lo que te hace daño.
Cobraba ochenta pesos la consulta. Pero cuando veía que alguien apenas traía para los pañales o la comida del día, fingía que había una “promoción especial” y les cobraba veinte. A veces nada.
El dueño de la farmacia la odiaba por eso.
—¡Doctora, ya van dos veces que no cobra los pagos completos!
—Son casos especiales— respondía ella, sin perder la calma.
El gerente bufaba y se iba, pero nunca la corría. Sabía que los clientes iban más por ella que por la farmacia.
Aquella noche, cuando cerró la consulta, vio a doña Chayo en la banqueta. No tenía consulta, sólo estaba ahí, esperando a alguien.
—¿Todo bien, doña Chayo?
—Sí, doctora… nomás quería darle las gracias… ya hablé con mi hija. No sé si se regrese, pero al menos ya sé que está bien.
La doctora Montes sonrió.
—Qué bueno.
Se despidieron. Caminó hacia el metro, cansada pero tranquila. No ganaba mucho, pero ahí seguía. Sabía que más que recetas, ella recetaba alivio. Y mientras hubiera gente que lo necesitara, ahí estaría.
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