Por Terrornauta
El autobús llegó envuelto en una bruma espesa, deslizándose por la avenida como un animal ciego en la penumbra. Eran casi las tres de la madrugada en Tijuana, y la ciudad exhalaba su última bocanada de vida nocturna: borrachos tambaleantes en los callejones, luces intermitentes de patrullas en la distancia, un perro famélico escarbando en la basura. Francisco se frotó las manos ateridas de frío antes de subir. No había taxis, y caminar hasta la frontera no era una opción segura.
El interior del vehículo estaba casi lleno. Nadie habló cuando se acomodó en el asiento más cercano a la ventana. Al principio, no notó nada extraño. Solo pasajeros silenciosos, hundidos en sus abrigos, rostros velados por la penumbra del trayecto. Solo cuando el autobús retomó la marcha, un escalofrío le recorrió la espalda.
Nadie tenía rostro.
Los pasajeros eran figuras borrosas, siluetas con la piel lisa como cera derretida. Ningún parpadeo, ninguna mueca, ningún rastro de humanidad en ellos. Francisco sintió el impulso de levantarse, pedir al chofer que se detuviera, pero al girarse hacia la cabina, descubrió que tampoco había un conductor. Solo un vacío donde debía estar el asiento del piloto, y el volante girando por sí solo.
Tragó saliva, el pánico creciendo en su pecho. Miró por la ventana: la ciudad se desvanecía, las calles conocidas deformándose en una carretera infinita que no llevaba a ningún sitio. El motor zumbaba con un sonido sordo, como un lamento. No podía ser real. No podía ser...
—Ayúdame —susurró una voz a su lado.
Francisco giró bruscamente. Un hombre delgado, de ojos hundidos y piel apergaminada, lo miraba fijamente. A diferencia de los otros, tenía rostro.
—¿Qué está pasando? —logró preguntar con la garganta seca.
El hombre bajó la vista. Sus manos temblaban.
—No se detiene. Nadie regresa. Nos borran —murmuró—. Se los llevan y nadie los recuerda.
Francisco sintió que el suelo se le hundía. El autobús avanzaba sin cesar, devorando kilómetros de una carretera que ya no pertenecía al mundo real. Las figuras sin rostro comenzaron a moverse de manera errática, como si notaran su presencia, como si supieran que aún no era uno de ellos.
—Yo no debería estar aquí —susurró Francisco.
El hombre a su lado le agarró el brazo con fuerza. Su piel estaba helada.
—Nadie debería. Pero nos ven cuando nadie más lo hace. Nos marcan, nos llaman. Y cuando subes, ya no puedes bajar.
Francisco intentó incorporarse, correr hacia la puerta, pero el pasillo parecía estirarse como un túnel infinito. Las figuras comenzaron a volverse hacia él, sus rostros lisos inclinándose de manera antinatural. Sintió que su propio reflejo en la ventana se desdibujaba, perdiendo contornos, apagándose.
—¡Déjenme salir! —gritó, golpeando la ventanilla, pero afuera no había nada. Solo un vacío devorador, una noche sin fondo.
El hombre sin rostro más cercano se inclinó hacia él y, sin labios, habló:
—Nadie nos recuerda. Nadie nos busca. Nadie nos extraña.
Francisco abrió la boca para gritar, pero su voz ya no existía.
El autobús avanzó, desvaneciéndose en la bruma, como si nunca hubiera pasado por allí.
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