Por Luis B.
Un sencillo homenaje a Ray Bradbury y su genial Crónicas Marcianas
El transbordador descendió sobre la polvorienta explanada de la Estación Colonial 6. Desde la ventanilla, Herrera vio el horizonte rojo, inmóvil y absoluto, como si el tiempo en Marte no transcurriera en la misma dirección que en la Tierra. Sus manos sudaban dentro de los guantes presurizados. Nunca había salido del planeta madre. Nunca había sentido tan claro el peso de su insignificancia.
La compuerta se abrió con un siseo metálico, y una ráfaga de aire artificial lo golpeó con su tibia monotonía. Salió con su maletín sujeto al pecho. En él llevaba los formularios, los sellos digitales, las tabletas de verificación fiscal. Todo lo necesario para que la Agencia de Recaudación Interplanetaria hiciera valer su autoridad en aquel mundo polvoriento.
Lo recibió un supervisor de complexión huesuda y mirada opaca, como si Marte le hubiera absorbido toda la luz del alma.
—Bienvenido, señor Herrera —dijo, sin emoción—. ¿Su primera vez aquí?
—Sí. Solo estaré lo necesario para revisar los tributos pendientes. No más de una semana.
El supervisor emitió un sonido seco, parecido a una risa sin voluntad.
—Nadie se queda más de lo necesario.
El asentamiento era un conjunto de estructuras prefabricadas, edificios de metal y vidrio reciclado que se aferraban al suelo marciano con la fragilidad de un insecto en el vacío. Caminó por los pasillos presurizados, observando las caras de los colonos. Todos lucían igual: pálidos, delgados, con un brillo febril en los ojos. No era enfermedad. No era cansancio. Era otra cosa.
Su trabajo comenzó al día siguiente.
Datos, números, revisiones.
Las deudas de los colonos se acumulaban como arena atrapada en una esclusa.
Pero pronto, algo empezó a cambiar.
La primera vez fue un destello fugaz en el rabillo del ojo. Una figura alta, delgada, caminando fuera de la cúpula, sin traje presurizado. Pero cuando giró la cabeza, solo encontró el infinito desierto rojo.
La segunda vez ocurrió en la madrugada, en la oficina de contabilidad. Un susurro detrás de él. Palabras que no entendía, pero que parecían rozar un rincón olvidado de su memoria.
Al tercer día, se despertó con fiebre.
—La fiebre marciana —le dijo el supervisor, mientras le pasaba una bolsa de suero—. A todos nos da tarde o temprano. No es nada grave. Solo... alucinaciones. Pasa cuando Marte empieza a meterse en la sangre.
Pero no eran solo alucinaciones.
Eran recuerdos.
No suyos.
Caminaba por los corredores de la colonia y veía destellos de otra arquitectura, un mundo que existía antes del suyo. Torres de cristal oscuro reflejando un mundo moribundo. Seres altos, de piel translúcida, cuyas miradas contenían el peso de eras incontables.
En su escritorio, la pantalla digital proyectaba nombres y cifras, pero detrás de los números, en el reflejo del vidrio, aparecían símbolos desconocidos, inscripciones que no pertenecían a ningún idioma humano.
Marte estaba recordando.
La noche antes de su partida, salió de la estación sin permiso. Se quitó el casco.
El aire le quemó la piel. Pero pudo respirar.
Y allí estaban.
Figuras espectrales, apenas sombras sobre el polvo rojizo. Caminaban lentamente, ajenos a él, viviendo un tiempo que ya no existía.
Uno de ellos se detuvo y lo miró.
Herrera sintió que su cuerpo se desvanecía, que su ser era un eco en el desierto de los siglos. En ese instante, entendió: Marte no era un planeta muerto. Solo estaba recordando su vida anterior, repitiéndola como un eco, como un murmullo atrapado en la roca.
Y él, un simple recaudador de impuestos, no era más que una mota en la tormenta del tiempo.
Cuando el supervisor lo encontró al amanecer, estaba de pie en el mismo lugar, con los ojos fijos en el horizonte.
—¿Listo para volver? —preguntó el hombre.
Herrera asintió. Pero en el fondo supo que nunca volvería por completo.
Porque ahora, en los bordes de su visión, siempre habría sombras caminando sobre el polvo.
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