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HISTORIAS PERDIDAS: El rey sin trono

Por El Perrochinelo

Sergio siempre fue de los que creía que la vida le debía algo. Desde morro ya tenía esa jeta de pocos amigos, esa que usaba cuando veía a los otros morritos estrenando tenis mientras él traía los Converse más rotos que su autoestima. “Pinches suertudos”, pensaba. Nunca entendió que los demás se chingaban para ganarse lo que tenían. No, él sentía que se lo merecía todo nomás porque sí. “Pa’ qué matarse si la vida tiene que darme lo mío”, se repetía, mientras se hacía güey.


Desde escuincle se la pasaba envidiando todo y a todos. Cuando el Toño, su vecino, se ganó una beca en la prepa, Sergio le dijo a su mamá. “Seguro el güey le hizo la barba a los profes”, mientras se saltaba clases y se la pasaba vagando por los rumbos, inventando excusas de por qué no hacía ni madres. Sus jefecitos ya lo traían entre ceja y ceja, pero Sergio, en vez de ponerse las pilas, les echaba la culpa a ellos. “Es que ustedes nunca me apoyan, por eso no me sale nada”, les soltaba, buscando cualquier pretexto para justificar que nomás no daba una.


El tiempo pasó, y mientras todos los de su cuadra iban armando su vida, Sergio seguía igual: jalando en chambitas de medio pelo, ganando para apenas la chela y un taco. A cada rato se quejaba. Que si al compa del barrio ya le dieron un puesto chido, por arrastrado, que si la vecina ya se casó con un vato bien parado, por ambiciosa y que si el carnal de su primo ya compró coche, por que es uña. Y él, pues nomás soñando con el día en que le llegara “su oportunidad”.


—Pinches mediocres, yo podría hacer todo eso si quisiera —decía mientras prendía el cigarro y le daba un trago a su caguama caliente, sentado en la banqueta.


Sus cuates ya lo conocían bien, lo dejaban hablar. No valía la pena contradecirlo. Todos sabían que Sergio siempre tenía algo qué decir, pero nunca hacía nada. Siempre con la boca llena de promesas, pero las manos vacías de esfuerzo. El clásico vato que culpa a la vida de sus propias cagadas.


En el amor no fue diferente. Se clavó con Mariana, una morra que trabajaba en una tiendita. Él pensaba que nomás con verla se iba a enamorar, como si fuera galán de novela. Pero Mariana no era tonta. Sabía bien que Sergio era de esos que se echan la hueva antes de intentar nada, y cuando él quiso lanzarse, ella ya andaba saliendo con un tipo que sí le echaba ganas. Sergio se enteró y se armó una telenovela en su cabeza: que la morra se dejó llevar por el dinero del otro, que no supo ver lo que él le ofrecía.


—Pinche vendida, ¿cómo es posible que prefiera a ese güey? —se quejaba en la calle con los cuates.


—Pos qué querías, cabrón, si ni pa’ invitarla a un café tienes —le contestó el Chucho, echándole más limón a la herida.


Pero Sergio no cambiaba. Se quedaba siempre en la misma, soñando despierto, creyendo que el próximo golpe de suerte lo iba a sacar de su vida gris. Le encantaba pensar que el destino le tenía algo reservado, algo grande. Porque, según él, lo merecía. Claro, nunca hizo nada para ganárselo, pero en su mente ya vivía en ese mundo fantástico donde la gente rica lo respetaba y las morras lo buscaban.


Un día, ya cuarentón, Sergio regresó a su casa después de otra jornada donde lo despidieron de una chamba que ni le gustaba, pero que necesitaba. La vida ya le había dado varias patadas, pero él seguía buscando a quién echarle la culpa. En su camino de vuelta, pasó por el tianguis donde Mariana tenía ahora un puesto. La vio con su marido y su par de hijos, los dos chamacos con los ojos llenos de vida, mientras él, cargando con su soledad y amargura, cruzaba la calle como un fantasma.


Al llegar a su cuarto —un cuchitril que apenas mantenía a flote con lo que sacaba— se sentó en la cama, mirando las paredes desnudas. No había más que el eco de sus quejas. Todo lo que había anhelado nunca llegó. Los sueños de ser alguien importante, de tener dinero, poder, mujeres… todo se había esfumado como el humo del cigarro que sostenía entre los dedos. Y aunque lo supiera en el fondo, nunca lo admitiría: él solito se había puesto la soga al cuello.


Encendió la tele, como si eso pudiera distraerlo de su realidad, pero no había nada que ver, nada que llenara el vacío. Los comerciales le ofrecían coches, viajes, ropa, pero Sergio ya no era el chavo que soñaba con esas cosas. Ahora, todo lo que quedaba era un hombre que había pasado su vida esperando algo que nunca iba a llegar.


—Pinche vida culera... —murmuró, mientras dejaba que el sueño lo venciera en la vieja silla de plástico donde se quedaba dormido casi todas las noches.


Pero, en el fondo, sabía que la vida no era la culpable. Él lo era.



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