Por TPS
Cuando veo lo que esta pasando con Venezuela y las amenazas provenientes del entorno político de Donald Trump, no puedo evitar recordar cómo, a lo largo de la historia, las grandes potencias han recurrido a demostraciones navales, bloqueos y presencias militares “disuasivas” para moldear a su conveniencia el destino de los pueblos del sur global. Lo que algunos llaman “presión” o “protección de intereses” no es más que el viejo guion imperial, uno que suele repetirse con barcos en la costa y discursos moralizantes que jamás mencionan el trasfondo económico o geopolítico.
Lo que se percibe como acoso, ya sea el envío de una flota, la interceptación de embarcaciones venezolanas o el hostigamiento diplomático y mediático, forma parte de una estrategia más amplia: mantener a América Latina dentro del perímetro de control estadounidense. Trump no inventó estas prácticas, pero sí las lleva al extremo, apelando a una retórica que mezcla nostalgia imperial, paranoia anticomunista y un uso cínico del “orden” como justificación para intervenir en asuntos ajenos.
Cuando escucho esos discursos amenazando a Venezuela, agrediendo verbalmente a Petro o tensionando relaciones con otros países de la región, veo una misma constante: la necesidad de reafirmar la hegemonía estadounidense en un mundo donde esa hegemonía ya no es lo que era. Trump interpreta esa pérdida de control como humillación, y por eso recurre al lenguaje del choque, del desafío, del “vamos a demostrarles quién manda”. En ese sentido, Venezuela se vuelve un ejemplo, un escenario donde él y su base política creen poder mostrar fuerza a bajo costo político interno.
Sin embargo, detrás del espectáculo geopolítico aparece algo más profundo: el choque entre un proyecto de ultraderecha, que insiste en la subordinación de América Latina, y una región que desde hace dos décadas viene buscando caminos propios, con avances y retrocesos, pero con una clara demanda de soberanía. Lo que Trump lee como amenaza no es Venezuela en sí misma, ni Colombia gobernada por Petro, ni la cercanía latinoamericana con China o Rusia, sino el hecho de que ya no somos una región dócil.
Uno aprende que los imperios, cuando ven que el control se les escapa, radicalizan sus instrumentos. Y lo hacen porque no saben otra cosa. La presencia de flotas y el hostigamiento naval siempre han sido tácticas de intimidación, diseñadas para producir miedo, para generar duda, para presionar a las élites locales a alinearse. Pero hoy ese guion ya no funciona como antes: la región ha desarrollado memoria histórica, y los pueblos reconocen estos patrones porque los han vivido demasiadas veces.
Por eso, cuando observo estos despliegues militares contra Venezuela, sean reales, simbólicos o discursivos, los veo como señales de debilidad estructural de Estados Unidos, no de fortaleza. Un imperio seguro de sí no necesita exhibir muros, barcos ni amenazas; simplemente opera mediante redes económicas y diplomáticas. Cuando un imperio saca músculo, es porque algo en su arquitectura interna está fallando.
Y aquí entra la parte que a mí más me preocupa: estas demostraciones militares, aunque muchas veces no buscan un conflicto directo, sí generan condiciones peligrosas. Las interceptaciones a lanchas, los “accidentes”, las “maniobras equivocadas” pueden escalar con rapidez. La historia está llena de guerras que comenzaron por un mal cálculo o un acto impulsivo. Cuando el discurso político alimenta el antagonismo y el orgullo nacionalista, los márgenes para la diplomacia se estrechan.
Creo firmemente que la comunidad internacional, sobre todo los países latinoamericanos, debemos sostener una posición clara: ningún país tiene derecho a rodear militarmente, amenazar o condicionar la soberanía de otro. La defensa de Venezuela no es la defensa de un gobierno particular; es la defensa de un principio básico que nos concierne a todos: la autodeterminación.
Yo interpreto este acoso como parte de una disputa mayor: un mundo en transición, donde los centros de poder se reacomodan y las viejas potencias buscan reasegurar su dominio. Lo que debemos hacer como personas comprometidas con la justicia, como latinoamericanos y como críticos del orden imperial, es leer estas maniobras sin ingenuidad, sin caer en simplificaciones, pero con la claridad de que ningún acto de intimidación militar es neutral, y que cada uno de ellos es un recordatorio de la urgencia de construir un orden global más justo, menos dependiente de la fuerza y más cercano a la dignidad de los pueblos.
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