Ha llegado otra vez esa temporada mística del año en la que mis compañeros de trabajo entran en un trance colectivo digno de estudio antropológico: la fantasía del aguinaldo salvador. Ese dinero mítico, mesiánico, casi bíblico, que, según ellos, llegará para redimir pecados financieros, sanar traumas infantiles y, si se administra con fe, resolverles la vida entera. Pero no, no lo hará. Nunca lo hace. Pero qué bonito es verlos creer.
Es un espectáculo anual. Puntual. Cíclico. Como las lluvias o mis ganas de renunciar. Empieza más o menos en octubre, cuando alguien menciona en voz baja la palabra aguinaldo, como si fuera un secreto pero con intereses. A partir de ahí, todo se descompone. Las conversaciones ya no giran en torno al trabajo, sino a proyecciones financieras que ni Wall Street en su peor momento.
—“Con mi aguinaldo voy a pagar la tarjeta”
—“Yo ya hice cuentas y hasta me va a sobrar”
Claro. A todos les sobra. En Excel. En la realidad, no tanto.
Yo los observo desde mi escritorio, Félix, con la serenidad de quien ya aceptó que el capitalismo es un chiste cruel y que el aguinaldo es solo un placebo emocional. Ellos no. Ellos lo viven como si fuera el clímax de una telenovela financiera: el momento donde todo se acomoda, las deudas desaparecen y, mágicamente, dejan de deberle dinero a medio sistema bancario nacional.
Porque no hablamos de deudas pequeñas, no. Hablamos de relaciones largas, tóxicas y codependientes con tarjetas de crédito. Deudas que ya tienen historia, recuerdos, heridas emocionales. Y ahí están, soñando que ese depósito único y modesto va a acabar con años de decisiones cuestionables: celulares a meses sin intereses, viajes “porque me lo merezco”, muebles carísimos que nadie usa, y suscripciones que olvidaron cancelar desde 2019.
Lo mejor es cómo el aguinaldo, en su mente, ya está gastado tres veces antes de llegar. Una parte es para pagar deudas (según). Otra para “darse un gustito” (claramente). Y otra para comprar regalos que no pueden pagar pero que los harán sentir personas decentes por 6 horas. Todo eso con un dinero que todavía no existe. Es poesía financiera.
Mientras tanto, yo escucho. Callada. Porque no soy su asesora económica, ni su terapeuta, ni su confidente. Bastante tengo con mi propia vida y con fingir que entiendo por qué alguien cree que pagar el mínimo es una estrategia viable. Mi silencio, como siempre, se interpreta como interés. Error. Estoy disociando. Estoy pensando en cómo sería vivir en una cabaña lejos del sistema bancario y de estas conversaciones.
Hay algo casi enternecedor, si uno tuviera alma, en la fe que le tienen al aguinaldo. Como si fuera un adulto responsable que va a llegar a poner orden, a decirles “todo estará bien” y a borrar sus malas decisiones con un clic. Lo tratan mejor que a su sueldo mensual, que ese sí llega y se va sin pena ni gloria, como empleado explotado.
Y claro, llega diciembre. El aguinaldo aparece. Hay sonrisas. Hay planes. Hay euforia. Dura poco. Para el 15 de enero, el mismo coro está de regreso: “No sé qué pasó, se me fue”. Misterios del universo. Nadie entiende cómo un dinero que ya estaba comprometido logró evaporarse tan rápido. Nadie aprende nada. La rueda sigue girando.
Yo, Félix, he desarrollado una relación mucho más honesta con el aguinaldo: lo veo como lo que es. Un dinero que ayuda, pero no salva. Que alivia, pero no redime. Que no va a convertirte en alguien financieramente estable si el resto del año hiciste todo lo contrario. Es una curita en una fractura expuesta. Útil, pero insuficiente.
Aun así, no los juzgo. Bueno, sí los juzgo, pero en silencio. Porque todos necesitamos una fantasía para seguir adelante. Algunos creen en el amor romántico, otros en el aguinaldo. Yo creo en irme temprano de las reuniones y en no endeudarme por cosas que no necesito para impresionar a gente que no me cae bien.
Así que aquí sigo, Félix, observando esta lucha anual entre mis compañeros y sus deudas, como quien ve una serie repetida. Ya conozco el final, pero igual me entretiene. Es tragicómico. Es humano. Es agotador.
Y mientras ellos sueñan con que su aguinaldo les cambie la vida, yo sueño con algo más modesto pero alcanzable: que este año, por lo menos, no me pidan prestado en enero.
Con cariño distante y sarcasmo constante,
Tu amiga que ya aceptó que el dinero no compra la paz mental, pero ayuda a pagar el internet para quejarse de ello.
Rebeca Jiménez
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