Por El Perrochinelo
Dicen que en la Ciudad de México el año no termina en diciembre ni empieza en enero, nel pastel, aquí el tiempo se dobla, se empeda y se desmaya en algo que la banda conoce como el puente Guadalupe-Reyes, ese tramo espacio-temporal donde el calendario pierde autoridad, el hígado se pone en huelga y la conciencia se queda dormida en el sillón con la tele prendida en un especial navideño repetido. Yo lo sé porque soy perro callejero, perro barrio, perro psicodélico que ha olido este puente desde abajo, desde la coladera emocional de la ciudad, donde caen las lágrimas, las caguamas vacías y las promesas que nadie cumplió.
Empieza con la Guadalupana, carnal. Días antes del 12 de diciembre la ciudad se convierte en romería: peregrinos sudados, rodillas raspadas, bicicletas adornadas con luces, morros cargando vírgenes más grandes que ellos, señoras rezando con una fe que ni el mismísimo Papa tiene. La Villa parece hormiguero místico, y yo ahí ando, esquivando pies ampollados y olfateando tamales que nunca llegan a mis colmillos. Hay banda que va por fe, hay banda que va por tradición y hay otros que van nomás porque ya están ahí, como quien se sube a un micro sin saber a dónde va, pero con esperanza de llegar a algo. Y eso se respeta, porque creer, aunque sea tantito, es una forma de no volverse piedra.
Luego viene el desliz, el resbalón suave hacia la peda institucionalizada. Las posadas, las reuniones, las cenas donde siempre falta alguien y siempre sobra alcohol. Yo veo a la gente desde la banqueta: risas exageradas, abrazos con aroma a bacacho, villancicos cantados como si fueran himnos revolucionarios. Pero también veo a los que caminan solos, los que no tienen a dónde caerle, los que se hacen los fuertes pero traen el corazón hecho un rompecabezas sin caja. A esos los reconozco porque caminan despacio, como si la ciudad pesara más en diciembre.
Y en medio de todo ese desmadre sentimental aparece el alcoholímetro, ese santo patrono del “no mames, oficial, vivo aquí a la vuelta”. Ahí está, firme, con su lucecita nocturna, recordándole a la banda que manejar pedo no es valentía, es pendejez con consecuencias. Yo he visto llorar adultos ahí, he visto llamadas incómodas, he visto al compa que se creía invencible bajar la cabeza como perro regañado. Y aunque muchos lo odian, la neta es que ese aparato salva más vidas que muchos discursos. No es aguafiestas, es recordatorio: quieres seguir celebrando, hazlo vivo.
Luego llega la Navidad, ese día raro donde la ciudad se calma tantito, como si todos nos pusiéramos de acuerdo para fingir paz. Las calles vacías, el Metro medio dormido, el olor a recalentado flotando como nube espesa. Yo me meto a dormir en algún portal y escucho las televisiones prendidas, las risas, también los silencios incómodos. Porque no todos celebran, carnal. Hay quien extraña, quien recuerda, quien ya no tiene a nadie. Y eso también es Navidad, aunque no salga en los comerciales.
Después viene Año Nuevo, el momento exacto en que la banda promete dejar de tomar… tomando. Uvas atragantadas, deseos reciclados, abrazos sinceros y otros de puro compromiso. Y yo, perro viejo, ya me sé el guion: enero llega con cruda moral, cartera flaca y propósitos olvidados en el fondo del pantalón.
Pero ahí está lo bonito, aunque no se vea a primera olfateada. El puente Guadalupe-Reyes es un espejo bien cabrón: te muestra quién eres cuando bajas la guardia. Si eres solidario, si eres solo, si eres banda, si eres fuga. Y la ciudad aguanta todo, como madre cansada pero amorosa.
Así que desde mi esquina, con mi suéter roído y mi alma callejera, les ladro esto: celebren, sí, pero no se pierdan; tomen, pero no se destruyan; crean, aunque sea poquito; y miren alrededor, porque siempre hay alguien más solo que ustedes. La CDMX en estos días es un corazón enorme, parchado, latiendo a lo bestia. Y mientras siga latiendo, todavía hay chance de hacerlo mejor el próximo año.
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